No puede decirse que Europa no tratase de poseer un puesto de mando en su rumbo económico desde la fundación de las Comunidades Europeas en 1957. Pero hasta la creación de la Unión Económica y Monetaria (UEM) por el Tratado de Maastricht, en 1992, no se consolidó la idea de que la UEM era indispensable para continuar el proceso de unificación europea. Hay que entender las notables dificultades a la hora de edificar una política macroeconómica para Europa. Entre otras, el desafío que implicaba para el poder económico estadounidense. Estados Unidos no necesitaba una nueva estructura de gobierno económico. Ya la tenía desde 200 años atrás en su Constitución. Es un Estado, no un conjunto de Estados. Pero los acontecimientos en Europa y fuera de ella –rotura del sistema de Bretton Woods– conducían a buscar algo parecido a un gobierno de la política económica en la Unión, que complementase al menos las múltiples políticas económicas de los países miembros.
No era necesario esperar a la caída del muro de Berlín para pensar en ello, pero la implosión de la Unión Soviética fue una coincidencia aceleradora afortunada. Se necesitaba una UEM para digerir la unificación de Alemania y de Europa.
Alemania, en efecto, tenía que encontrar un espacio político y económico que superase la catástrofe humanitaria y ética del nazismo. Francia miraba con recelo la recuperación de Alemania como poder económico y, a la vez, estaba interesada en contrarrestar con la construcción europea la hegemonía estadounidense. Reino Unido no se oponía, dentro de su típica ambigüedad. Esta encubría el disgusto con el que Margaret Thatcher vivía –sin explicitarlo demasiado− tanto la unificación alemana como la unión monetaria europea, de la que Reino Unido quedó fuera junto a Dinamarca (fórmula del opt-out). Todo conspiraba para que la UEM viese la luz,…