Desde el siglo XVIII, las democracias occidentales se sustentan en el postulado del sufragio universal. La organización de votaciones populares constituye un criterio básico en la integración de los sistemas políticos en el orden liberal mundial. La literatura sobre transiciones ha identificado los procesos electorales como secuencias esenciales e indiscutibles en el camino hacia la democracia.
Pero la realidad es que, desde la segunda mitad del siglo XX, los regímenes autoritarios árabes se han esforzado en organizar grandes citas electorales en las que el instrumento del voto era habitualmente manipulado, bien mediante la organización de plebiscitos, cooptando candidatos, o bien transgrediendo los mecanismos democráticos más elementales en nombre de la seguridad, el interés ciudadano o incluso, falsamente, en nombre de la libertad que en realidad se estaba burlando. Eso ha dado lugar en la literatura a la conceptualización de la noción de regímenes híbridos, dictaduras más o menos blandas o democracias cosméticas, evidenciando que incluso los líderes más autoritarios necesitan arrancar algo de legitimidad popular a través de los símbolos de la democracia.
Los comicios celebrados en la región árabe tras las revueltas populares de 2011 han servido para poner de manifiesto y concienciar a la ciudadanía de que el acto electoral por sí mismo no es suficiente para garantizar los derechos y las libertades fundamentales. Si bien es cierto que los primeros procesos electorales gozaron de mayor implicación y participación ciudadana y que, en la mayoría de las veces, fueron procesos más libres, justos y transparentes que en la etapa anterior, el inestable vínculo entre electoralismo y democracia ha dejado en evidencia la utilidad y eficacia de estos mecanismos como peldaños en el ascenso a la democracia y la buena gobernanza. Nada de esto es nuevo. Ocurrió en 1649, 1776 y 1789. La democracia creada en las tres revoluciones,…