Mantener una paz estable en Europa es, sobre todo, una necesidad alemana. Presentamos un fragmento de Fuera de Servicio. Un balance, las memorias europeístas del ex canciller Schmidt.
En el desarrollo de nuestro Estado nacional, los alemanes hemos ido varios siglos por detrás de las otras grandes naciones europeas. Sufrimos más que el resto la división religiosa causada por la Reforma y las devastadoras consecuencias de la Guerra de los Treinta Años, en la primera mitad del siglo XVII. Hasta la segunda mitad del siglo XIX, Alemania no era más que un concepto geográfico, definible si acaso por la lengua común. Hasta la fundación del imperio por Bismarck, en 1871, los alemanes se dedicaban ante todo a sus disputas internas, y por eso se convirtieron repetidas veces en moneda de cambio de los intereses de los Estados europeos. En Alemania, sólo hay una democracia parlamentaria que funcione -con la excepción, límitada a una única década, de los años de Weimar- desde 1949; y sólo desde octubre de 1990 toda la nación tiene un gobierno parlamentario-democrático.
La corta, pero funesta excursión de los alemanes a la política mundial duró justo medio siglo. El exceso empezó en los últimos años del siglo XIX, cuando los alemanes exigieron ser tenidos en cuenta en el reparto de las colonias. Al principio estuvieron los dos impulsores, ligeramente megalomaníacos, Alfred von Tirpitz y Guillermo II; de ellos va una línea directa hasta los delirios de grandeza de Adolf Hitler. Las catastróficas consecuencias de la Segunda Guerra mundial, que él provocó -y que la casta militar japonesa puso en marcha casi simultáneamente en el Lejano Oriente-, forzaron a los alemanes a volver a concentrarse en sus propios asuntos. Lo lograron, con el telón de fondo de la guerra fría, iniciada en 1947, y de la simultánea división…