En un mundo desprovisto de los liderazgos fuertes del pasado, Londres está descubriendo que convertirse en una potencia media y marcar distancias con la política exterior de Estados Unidos no es un trance traumático. Antes al contrario, incluso puede resultar conveniente.
Una de las mejores anécdotas apócrifas de Winston Churchill guarda relación con su afición por trabajar desnudo. Tras el ataque de Pearl Harbor, el primer ministro británico hizo acto de presencia en Washington y se instaló en la Casa Blanca. Un día, Franklin D. Roosevelt se presentó en su cuarto para debatir la estructura de las Naciones Unidas, y se encontró a su homólogo como Dios le trajo al mundo, aunque un poco más rollizo. “Como puede usted ver, no tengo nada que ocultar”, se exculpó Churchill.
Los primeros ministros británicos ya no practican nudismo en la Casa Blanca, pero pocas anécdotas muestran de forma tan contundente la cercanía entre ambos países durante la Segunda Guerra mundial. Tras la victoria aliada, estadounidenses y británicos reafirmaron aquella “relación especial” por la que apostó Churchill. Una alianza anclada en un lenguaje, historia e instituciones comunes, pronto apuntalada por la geopolítica de la guerra fría. Tras una intervención fallida en el canal de Suez (1956), Londres abandonó la pretensión de mantener una política exterior independiente y se amoldó a la de Washington. Reino Unido pasó a convertirse, en palabras del primer ministro Harold MacMillan, en una antigua Grecia para la nueva Roma estadounidense.Sesenta años después, la relación especial está en declive. De cara a la galería, Estados Unidos y Reino Unido mantienen unos vínculos inmejorables. Pero detrás de la retórica oficial se esconde un hecho indiscutible: tanto para Londres como para Washington, la relación especial está dejando de serlo.
Existen múltiples motivos para el distanciamiento. Reino Unido ha dejado de ser…