Europa se ha pasado la mayor parte de estos años (2000-15) sin nombre –la “gran confusión”, combinación de la “gran moderación” seguida de la “gran recesión”– intentando unirse, con dudoso éxito, para gestionar, con escaso éxito, sus relaciones con un mundo cada vez menos europeo. Tras más de un lustro metido en problemas, el continente se planta en mitad de 2015 cargado de dudas, con las cicatrices bien visibles que deja una crisis inacabable y un buen puñado de riesgos al acecho.
Por dentro, destaca la saga griega, epítome de una crisis del euro que ha dejado un ejército de 23 millones de parados, amenazas de deflación, un empacho de endeudamiento y, en fin, la auténtica bomba de relojería que es la cada vez más evidente fractura Norte-Sur. En los aledaños, el conflicto con Rusia en Ucrania. Y en la vecindad Sur, los flujos migratorios por el Mediterráneo, convertido en una de las fronteras más peligrosas del mundo. Con ese ramillete de incertidumbres no es extraño que el relato de muchos analistas desprenda un tonillo de Antiguo Testamento, un aire de plaga de úlceras, de fin de los tiempos; como si el apocalipsis no defraudara casi siempre a sus profetas.
Hay una especie de centrifugado del proyecto europeo, en el que se impone el pesimismo, como si nadie cayera en la cuenta de que en los últimos años la gestión es más que criticable, pero cada vez que ha surgido un verdadero problema la respuesta ha sido más integración. Eso deja fuera de juego a quienes tradicionalmente no han querido ver ni en pintura esa directriz: el encaje de Reino Unido en Europa viene a sumarse a ese retablo de las maravillas azuloscurocasinegro y convierte al continente en algo parecido a uno de esos cócteles que llevan angostura.
Europa, en…