Lo común y lo distinto
Unos pocos cientos de lectores españoles conocían a Olga Tokarczuck cuando el pasado mes de octubre le fue otorgado el premio Nobel de Literatura junto al en tiempos célebre –y hasta aquel día un tanto olvidado– Peter Handke. Pese a que la imagen de ambos no pueda ser más distinta, no solo coinciden en su identidad centroeuropea. O tal vez sea su origen lo que configura sus obsesiones comunes (ambos son psicogeógrafos, psicológicos y rupturistas). Podría afirmarse que, aunque el premio haya sido otorgado a dos escritores distintos en nacionalidad, edad, sexo e incluso en ideología aparente, ambos pertenecen a la misma familia literaria.
Los vínculos entre Handke y Tokarczuk suelen mencionar a un autor intermedio: W.G. Sebald, tal vez el psicogeógrafo más célebre de las últimas décadas. Los personajes de Sebald son seres errantes, normalmente desdichados, anclados en su propia vida y en la Historia (con mayúsculas). Sin embargo, los protagonistas de Tokarczuck, aun errando sin un destino claro, viven peripecias mucho más novelescas, están mejor conectados con las exigencias de la modernidad. Tal vez el mayor referente de Los errantes en la mezcla de perspectivas, tiempos y dimensiones sea un escritor olvidado: el alemán Alexander Kluge. Por otro lado, su minuciosidad psicoanalítica a la hora de aproximarse a los personajes la emparenta con la mucho más célebre Rachel Cusk.
La pregunta irremediable ante Los errantes es la misma que surge ante cualquier obra compuesta por narraciones entrecruzadas, una técnica tal vez más frecuente en la pasada década que en nuestros tiempos, dominados por la autoficción: ¿es Los errantes una novela? La respuesta es claramente afirmativa. No solo lo es por su unidad estilística y por la cohesión de la mirada. También por otra causa fundamental: los relatos están narrados por una voz única que se transfigura en cada historia pero mantiene el mismo tono e idénticas fijaciones. Nos encontramos frente a un festival de historias ficticias y reales (o, mejor, con base real porque se convierten en ficticias bajo su voz), ante un cruce entre lo distinto –el viaje– y lo común –la anatomía humana–. De hecho el título en inglés es Flights y, por tanto, describe los hechos, no a quienes los realizan, como ocurre en la elección española. El título original, Bieguni, parece intraducible y se presta a la confusión entre el viaje y el vagabundeo, entre los viajeros y los vagabundos.
Menciono la anatomía porque podría afirmarse que es una novela profundamente orgánica si lo orgánico no solo se refiriera a lo vivo. Tokarczuk tiene una seria fijación con el estudio de los órganos muertos. Los utiliza para extraer conclusiones sobre la vida y sus patologías, sean del cuerpo o del espíritu. La disección, con fines forenses, médicos, taxidérmicos, antropológicos o para simple exhibición o morbo, aparece en decenas de sus páginas. Le sirven para husmear en las esquinas de lo normal, que aparece en su consideración simplemente como un promedio más o menos inútil, no como lo previsible. Su interés por lo que hay bajo la piel de todos, por lo que nos acompaña durante toda la vida, esos músculos y esas vísceras testigos de nuestro declive, evidencia nuestro olvido, nuestra disociación de nuestro propio cuerpo. Tal vez sea esa unión entre los seres humanos desde lo más íntimo, desde lo que más compartimos, lo más original de su perspectiva. También implica lo más violento, el mayor desafío a la normalidad, porque nos expone a lo considerado desagradable con unanimidad.
La autora define a sus novelas como “constelaciones”, no sé si apuntando al peculiar método terapéutico de origen jungiano (ella ejerció como psicóloga y se adscribe a esa tendencia), pero sí a la unidad de todos dentro de galaxias lejanas, aunque vinculadas por fuerzas emplazadas más allá de su apariencia. El inconsciente colectivo está ahí. El anima mundi, esa infinita red de conexiones que se abren más allá de lo aparente y reduce el margen de aquello que llamamos azar. Una teoría tan célebre y hermosa como poco verificable.
De hecho, el premio a Tokarczuck, y sin duda a Handke, forma parte de la resurrección de lo telúrico. Sin embargo, pese a su raíz profundamente centroeuropea nos encontramos frente a un libro global. Su movimiento continuo por el tiempo y el espacio, que incluyen siglos y miles de kilómetros, incluso su interés, fronterizo con el morbo, por la anatomía común de los seres humanos, refuerza un ideal de unidad ajeno al pujante nacionalismo. Es, sin duda, una llamada a la libertad, al eterno peregrinaje y a la consideración de la humanidad como un océano de diferencias unidos por lazos de sangre que trascienden las fronteras. Su identidad polaca, tan castigada, tal vez le ayude al encuentro de ese difícil punto intermedio entre lucidez, distancia y profunda humanidad. Por otro lado, Tokarczuk es, al menos en Los errantes, una autora con clara vocación internacional, uno de los objetivos fundamentales de los creadores europeos, que les permite superar las débiles fronteras de su lengua. Mucho intentan lo universal partiendo de lo concreto. Ella no, Tokarczuk busca al público global partiendo directamente de lo universal.
Su formación psicológica también se percibe, claramente, en la concepción del espacio, en esa psicogeografía, tan próxima al correlato objetivo definido por T.S. Elliott. Utiliza el paisaje –una isla croata o el harén de un sultán– no solo para definir a los personajes sino para mostrar cómo ese espacio determina su carácter. Sin embargo, pese a tal acumulación de densidades, Los errantes es un libro fácil de leer. La causa: Tokarczuk sabe cómo suscitar el interés de los lectores y cada historia provoca su curiosidad desde las primeras palabras. Maneja con habilidad los resortes: el qué, el cómo y el por qué de situaciones que rompen la realidad compartida. Un ejemplo claro es la afinidad policíaca del relato de la madre y la hija que desaparecen sin dejar rastro. Además, emplea un notable sentido del humor, que suaviza su pulsión
En Los errantes coinciden la modernidad y la tradición más antigua. Por un lado, la sucesión de relatos interrumpidos, que se cortan y reanudan jugando con la atención del lector, resume con nitidez lo que implica la lectura en nuestros tiempos, continuamente interrumpida por miles de testigos. Se alza en testigo de un mundo fragmentado. También es antiguo, casi ancestral, por su conexión con textos fundacionales, donde también aparecían múltiples historias vinculadas, como Las mil y una noches, el Decamerón o, más próximo, El manuscrito encontrado en Zaragoza de su compatriota Jan Potocki. En conclusión, un libro muy adecuado para quien quiera aproximarse a la literatura más moderna y atrevida sin caer en un desierto de aridez.