La preocupación sobre el declive de la UE se extiende entre políticos, medios de comunicación y ciudadanos. La razón no es que la Unión carezca de poder, sino la manera fragmentada en que lo ejerce. Adelantamos unas páginas de La fragmentación del poder europeo.
En el mundo que se avecina, caracterizado por una creciente competición multipolar y por un debilitamiento del multilateralismo, la UE juega con una mano atada a la espalda. Ya ha sido imperio, ya ha colonizado y descolonizado, luchado fuera y dentro por los recursos y el territorio. “Been there, done that” (“ya estuve allí, y ya lo hice”), que dicen los estadounidenses. Pero además de todos esos condicionantes, la UE también tiene atada la otra mano que teóricamente le queda libre. Ello se debe a que su diseño institucional, su código genético, la ha predestinado históricamente a mirar hacia dentro, no hacia fuera, en otras palabras, a ser una potencia introvertida, no extrovertida.
Reprochar a la UE que carezca de una política exterior digna de tal nombre se ha convertido en un lugar común. Y con razón, pues el verdadero problema de Europa no es la vocación imperial, sino su falta de vocación exterior. Menos frecuente es, sin embargo, intentar entender en profundidad las razones que explican esta carencia. Una de las más famosas frases de Jean Monnet afirmaba que “nada es posible sin los hombres, nada es duradero sin las instituciones”. Es esa combinación única de liderazgo político en momentos clave y diseños institucionales adecuados la que explica el gran éxito del proceso de integración europeo. Pero esa afirmación esconde también una verdad poco conocida: que por mucha voluntad política que se aporte, todo intento de superar las deficiencias de la UE en política exterior tiene que partir de, y a veces…