El ‘caso Plame’ es uno de los más ilustrativos ejemplos de la tensión entre libertad de información, confidencialidad, responsabilidad y manipulación de la opinión pública por parte del poder.
Off the record, de Norman Pearlstine. Nuevo York: Farrar, Straus y Giroux, 2007. 282 págs.
El número de nuevos secretos designados como tales por el gobierno de Estados Unidos aumentó un 75 por cien entre 1996 y 2009, según la US Information Security Oversight Office, el organismo encargado de supervisar la seguridad de la información oficial. Entre 2001 y 2005, la administración de George W. Bush clasificó 64 millones de documentos oficiales, frente a los 39 millones de los cinco años anteriores.
Este esfuerzo por mantener el secretismo, sin embargo, se produce en la era digital, donde cada vez es más fácil derribar las murallas que levantan los Estados en torno a sus archivos y bancos de datos. En los años setenta, la copia o el robo de grandes volúmenes de documentación secreta habría requerido días y una compleja operación logística. Hoy, el soldado Bradley Manning, acusado de copiar los 250.000 cables diplomáticos que luego entregó a WikiLeaks, solo necesitó un ordenador con conexión a Internet y una contraseña de acceso, a la que tenía derecho, para descargar, en unos pocos minutos en un CD, varios años de correspondencia secreta entre embajadas de EE UU y el departamento de Estado.
Todo ello ha creado problemas inéditos –éticos, legales y técnicos– a la prensa y a los gobiernos. La digitalización ha dado un inmenso poder a medios como WikiLeaks, que pueden determinar la agenda de grandes medios de comunicación. Las antiguas garantías que preservaban los secretos de Estado son cada vez más frágiles, lo que aumenta su ya obsesivo hermetismo.
Paralelamente, los funcionarios que en los tribunales insisten que la seguridad…