En marzo de 2011, en el apogeo de las revueltas árabes, la entonces embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, Susan Rice, le espetó a su contraparte francés, “no nos vais a arrastrar a vuestra guerra de mierda”. Francia y Reino Unido presionaban esos días para que el Consejo de Seguridad aprobara una resolución que autorizaría la intervención militar en Libia. La diplomática estadounidense –que hace gala de no tener pelos en la lengua– expresaba así la que era en ese momento la posición de EEUU; es decir, su rotunda negativa. Después del fiasco de Irak, a Washington se le atragantaba la idea de una nueva campaña militar en un país árabe. Pero EEUU no tardó en cambiar de opinión por temor a que el dirigente libio Muamar el Gadafi cometiera una masacre. La OTAN intervino y su régimen fue derrocado.
Desde entonces, la violencia y la desestructuración del país han ido in crescendo. Por el momento, Libia se ha salvado de las desmesuras de Siria y de Yemen –los otros dos países envueltos en guerras a causa de la revueltas árabes– pero se tambalea al borde del abismo mientras la comunidad internacional, y en particular el organismo que la representa, la ONU, intenta evitar su desplome.
La ONU ha fracasado en su apoyo a las revueltas árabes, y con ello se ha malgastado la mayor oportunidad de transformar Oriente Próximo en la era poscolonial, de terminar con los regímenes autoritarios y facilitar el desarrollo de Estados verdaderamente democráticos. Los conflictos en Siria y Yemen acaparan la atención de los medios de comunicación por la magnitud de la catástrofe que sucede en ellos. Pero lo que tuvo lugar en Libia al principio de 2011 marcó los esfuerzos de mediación en los demás conflictos que surgieron en la región y,…