¿Libertad para qué?
Nuestros antepasados simbólicos en Grecia y Roma practicaban una libertad colectiva que no existe en nuestros días. Ejercían “colectivamente, pero de forma directa, distintas facetas de la soberanía completa”. Así, “el individuo era generalmente soberano en los asuntos públicos y un esclavo en todas las relaciones privadas”, subordinadas al interés de la polis o la república.
En la era moderna ocurre al revés. Hemos renunciado a ejercer una soberanía colectiva plena, pero consideramos nuestras libertades individuales sacrosantas. A los antiguos se les podía exigir que renunciasen a sus derechos individuales porque los intercambiaban por una libertad colectiva considerable. A nosotros no, porque gozamos de la primera pero somos incapaces de concebir la segunda en un grado comparable.
Éste es el eje conductor de La libertad de los modernos, el famoso discurso pronunciado por el filósofo y político francés Benjamin Constant en el Ateneo Real de París en 1819. La editorial Alianza acaba de reeditar el clásico, con un prólogo, introducción y traducción a cargo de Ángel Rivero. El libro incluye, además, otros dos ensayos de Constant: De la soberanía del pueblo y De la naturaleza del poder real en una monarquía constitucional.
La libertad de los modernos es una reflexión influida por su época, inmediatamente posterior a la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas. No sorprende, por tanto, que partes del texto hayan quedado desactualizadas. Constant señala la esclavitud de las sociedades grecolatinas como un anacronismo y admite que tanto la guerra como el comercio son “dos medios distintos para alcanzar el mismo fin: poseer lo que no se tiene”. Al mismo tiempo, se apoya en Montesquieu para defender el doux commerce como herramienta civilizatoria por excelencia.
Lo cierto es que el siglo XIX fue testigo de un tipo de esclavitud más salvaje y sistemática que la de los antiguos, precisamente por estar subordinada a las leyes del mercado y el comercio de algodón, motor de la revolución industrial. En el siglo XX, la codependencia económica generada por la primera globalización no impidió el estallido de la Gran Guerra. En el XXI, las relaciones comerciales se han consolidado como una fuente de tensión entre países y sociedades. En este ámbito hilaron más fino antropólogos económicos como Karl Polanyi, que en La gran transformación observó cómo, hasta la era de Constant, “la organización del comercio había sido militar y guerrera: era la otra cara del pirata, del corsario, de la caravana armada, (…) de los colonos y de los conquistadores, de los cazadores de hombres, de los traficantes de esclavos y de los ejércitos coloniales de las compañías por contrata”. También las consideraciones de Polanyi sobre “la libertad en una sociedad compleja” –tema al que quiso, pero no logró, dedicar un libro completo– ofrecen un contrapunto a la disyuntiva que propone Constant.
El tiempo, pese a todo, ha otorgado una enorme vigencia a su discurso. La era de los extremos de Hobsbawm (1914-1989), como la época que vivió el autor, también estuvo atravesada por la tensión, a veces imposible de reconciliar, entre soberanía colectiva y libertades individuales. Y a día de hoy prosperan tanto las democracias iliberales –véase Hungría– como un liberalismo antidemocrático, en el que las decisiones soberanas quedan subordinadas al dictado de los mercados.
¿Qué ofrece La libertad de los modernos en esta coyuntura? Una forma tosca de entender el texto sería en términos binarios. Somos modernos y queremos que nos permitan vivir tranquilos, esto es: que la sociedad y el Estado nos dejen en paz. Un impulso comprensible y a veces saludable, pero que el propio Constant matiza. El peligro de la libertad moderna, advierte, es precisamente que “renunciemos con demasiada facilidad a nuestro derecho a participar en el poder político”. De la libertad política opina, al final de su ensayo, que constituye el medio más poderoso para “el perfeccionamiento de nuestro destino”.
La cuestión fundamental radicaría en saber combinar una libertad con la otra. El enfrentamiento entre libertades antiguas y modernas –o, siguiendo a Chantal Mouffe, entre liberalismo y democracia–, es un elemento constitutivo de las sociedades en que vivimos. Lo mejor que podemos hacer es entenderlo como una fuente de tensión creativa.