Como es bien sabido, todos los países del mundo son artificiales, pero unos lo son más que otros. Y Líbano es uno de los ejemplos más claros de las consecuencias que provocan decisiones adoptadas por actores externos (Francia principalmente, en este caso), sometido a vaivenes y agendas que van más allá de sus propias fuerzas. Hoy, como ayer, el país de los Cedros sigue convulsionado hasta sus raíces, sin que se vislumbre en qué momento podrá enderezar un rumbo desnortado en el que se entremezclan apuestas violentas, fracturas religiosas, sectarismo clientelar, injerencias extranjeras varias, escándalos económicos y rotundos fracasos de convivencia entre los miembros de las distintas comunidades confinadas en sus apenas 10.400 km2.
Y esa impresión no cambia, aunque a finales de noviembre haya entrado en vigor un acuerdo provisional para el alto el fuego entre las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) y la milicia chií de Hezbolá. El pacto plantea que Hezbolá trasladará todos sus efectivos al norte del río Litani, mientras que el ejército israelí se retirará al sur de la frontera común en un plazo de 60 días, y el ejército libanés volverá a desplegarse a lo largo de dicha frontera. Unas condiciones que suenan muy similares a las que se acordaron para poner fin al choque violento de 2006 y que, como resulta obvio, no condujeron a la paz.
Mal acaba lo que mal empieza
Desde su independencia en 1943 son muchas las etapas por las que ha pasado Líbano, y si en algún momento fue envidiado en todo el mundo árabe por su riqueza y su dinamismo, hoy, tras el estallido de la crisis económica a finales de 2019, ha pasado a ser calificado por el Banco Mundial como una de las peores crisis económicas registradas desde mitad del siglo XIX. Los datos son, desde luego, demoledores, con una deuda externa que supera el 350% de su PIB (lo que lo convierte en el país más endeudado del mundo), una inflación del 221% en 2023 (en septiembre de este año subió un 33%), una tasa de desempleo que ya ronda el 40% y un déficit comercial en torno al 68% del PIB.
Todo ello se traduce en que más del 70% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, apenas hay dos horas diarias de suministro eléctrico y la libra ha sufrido una pérdida de valor del 95% desde octubre de 2019 (lo que supone la ruina de un gran número de ahorradores). Por si esto fuera poco, el acuerdo alcanzado con el Fondo Monetario Internacional en abril de 2022 está bloqueado ante la inacción de las autoridades de Beirut para implementar las impopulares reformas contempladas en sus cláusulas, y las sucesivas conferencias internacionales de donantes (incluyendo la más reciente organizada por Francia el pasado 24 de octubre) no han logrado movilizar los fondos necesarios para cambiar esas negativas tendencias.
No se agotan ahí los problemas para sus 6,8 millones de habitantes (más de 1,5 millones de refugiados), porque la crisis no es solo económica sino, sobre todo, política y social. Buena muestra de ello es que, desde hace más de dos años, el puesto de jefe del Estado está vacante, dado que las distintas fuerzas políticas no han logrado consensuar el nombre de un sucesor para Michel Aoun. Y aunque esta no es la primera vez que se produce un vacío de poder, queda claro que el gobierno liderado por Nayib Mikati (en funciones desde junio de 2022) no está en condiciones de gestionar adecuadamente una situación en la que las redes clientelares y el sectarismo, asentadas en un reparto de cuotas de poder que tan solo benefician a sus leales, dejan a Líbano en una penosa situación para hacer frente a tantos desafíos como los que acumula la agenda nacional. El hecho es que, tras una docena de intentos fallidos para lograr un acuerdo que cuente con la mayoría de los 128 diputados del Parlamento nacional, el foco vuelve a estar centrado en dos posibles candidatos Jihad Azour (exministro y ahora alto cargo del FMI) y Suleiman Frangieh (apoyado tanto por Amal como por Hezbolá)– sin que nada apunte a una pronta decisión, a pesar de las presiones de un creciente número de gobiernos interesados en contar con un interlocutor válido.
Con todo ello, lo que se pone de manifiesto, sin paliativos, es la profundidad del sectarismo, la corrupción y la incompetencia de una clase política anclada en un statu quo prácticamente feudal. El sistema de reparto del poder, en función del peso demográfico de cada comunidad, sirvió en su momento para pacificar un escenario tan convulso como el derivado de la competencia por el poder entre las 18 confesiones religiosas presentes en su territorio. Sin embargo, el paso del tiempo ha derivado en la existencia de auténticos feudos en los que el nepotismo y el clientelismo han hecho que para muchos libaneses sea hoy preferible ser miembros de una secta, a la espera de las prebendas o migajas que eso pueda reportarles, que ciudadanos de un Estado que ni siquiera es capaz de garantizar la alimentación diaria de sus propias fuerzas armadas.
Esa pésima situación interna ha intensificado la movilización popular hasta un punto en el que cabría pensar que se están rompiendo esas barreras sectarias. El hartazgo y las penurias compartidas por la inmensa mayoría de la población han llevado a una demanda generalizada de limpieza política que traspasa las identidades grupales, exigiendo la desaparición de todos los actores que hasta hoy controlan el país. En todo caso, es obvio que ese descontento social aún no se ha traducido en un poder político suficiente para forzar a las distintas fuerzas políticas a modificar sus pautas de comportamiento.
En resumen, para un país que ha sufrido una larga guerra civil (1975-1990) con heridas todavía sin curar, varias invasiones y ocupaciones israelíes, la explosión en agosto de 2020 de varios almacenes en el puerto de Beirut (con un saldo de más de 200 víctimas mortales), la pandemia de Covid-19, la llegada de centenares de miles de desesperados huyendo de focos de conflicto abierto, como el de Siria desde 2012, con el añadido de los más de 400.000 refugiados palestinos que ya se encontraban en el país, la imagen resultante es pavorosa. No extraña, por ello, que la realidad nacional se resuma hoy en la imagen tan repetida en las calles libanesas de que «no hay Estado», lo que significa en última instancia caer en un generalizado «sálvese quien pueda» y en una vuelta a la dependencia de las redes clientelares que las diferentes confesiones e ideologías locales han ido creando con los años.
«La operación sobre Líbano aumenta la posibilidad de una vuelta a la ocupación israelí y el estallido de un conflicto regional a gran escala en el que Irán podría decidir finalmente utilizar todas sus capacidades y peones regionales»
Adicionalmente, factores externos tan poderosos como Israel e Irán, por un lado, o Francia, por otro, añaden más negatividad a una situación difícilmente sostenible por más tiempo. En este último caso, son bien visibles los intentos de injerencia francesa, por mucho que se presenten como tentativas para enderezar el rumbo perdido por un país que París decidió crear en su momento de la nada al servicio de sus propios intereses. En el primero, es inmediato identificar la conexión entre los ataques israelíes a intereses iraníes en suelo sirio para cortocircuitar la línea de suministros desde Teherán a manos de Hezbolá, con el lanzamiento de cohetes de la propia milicia chií desde el sur de Líbano contra territorio israelí. Y más ahora, tras la decisión del gobierno liderado por Benjamín Netanyahu de invadir directamente el territorio libanés, añadiendo más inestabilidad en la zona.
Y, por si aún faltaba algo, la violencia generalizada
Desde el 23 de septiembre, con el inicio de la operación militar desarrollada por las FDI, «Flechas del Norte», Líbano ha vuelto a entrar en una dinámica de violencia generalizada. De hecho, la violencia ya era un factor bien presente con anterioridad, dado que el intercambio de golpes entre la milicia chií de Hezbolá y las fuerzas armadas israelíes eran habituales desde hace demasiado tiempo. Pero, la entrada en fuerza de las FDI provocó en apenas dos meses más de 3.500 muertos y una nueva oleada de más de un millón de personas obligadas a abandonar sus hogares, de las que alrededor de 400.000 atravesaron la frontera con Siria, un país en el que no se dan las mínimas condiciones de seguridad ni resulta posible para buena parte de su población satisfacer sus necesidades más básicas.
Los tambores de guerra, en realidad, vienen sonando desde la finalización del último enfrentamiento entre las FDI y los combatientes de Hezbolá, en el verano de 2006. El balance de aquellos días de batalla desigual dejó un poso de frustración en el bando israelí, al no lograr las FDI eliminar la capacidad militar de su enemigo, lo que incluso permitió a la milicia libanesa cantar victoria en la medida en que no había sido aniquilada. Desde entonces, la tensión ha sido permanente y la tentación de Tel Aviv de volver a golpear de manera mucho más contundente ha ido creciendo al mismo ritmo que Hezbolá, con el evidente apoyo de Irán, ha ido reforzando sus capacidades, tanto en efectivos humanos como en material militar. Por eso no sorprendía que, ya en junio de este año Netanyahu, aprovechando una visita a las tropas desplegadas cerca de la frontera con Líbano, asegurara que las FDI estaban listas para desencadenar «una acción muy fuerte» contra ese país. Al mismo tiempo, su gobierno ampliaba el número de reservistas que las FDI podían movilizar, añadiendo otros 50.000 efectivos a los 300.000 que ya estaban aprobados desde el inicio de la operación de castigo que están llevando a cabo en Gaza y Cisjordania. Entretanto, sobre el terreno, los aviones de combate israelíes realizaban frecuentes sobrevuelos incluso sobre la capital libanesa, rompiendo la barrera del sonido en una clásica acción intimidatoria, al tiempo que aumentaban los bombardeos artilleros y aéreos en las zonas del Sur, donde Hezbolá está tradicionalmente más presente.
Por su parte, desde el inicio de la operación que las FDI están realizando en el territorio ocupado palestino, Hezbolá ha intensificado el lanzamiento de cohetes y misiles hasta el punto de forzar la evacuación de unos 60.000 ciudadanos israelíes que habitan las localidades más cercanas a la frontera común, a los que se añaden otros 20.000 que voluntariamente abandonaron sus hogares en otras zonas próximas. Esto supone no solo una carga económica para el gobierno israelí –por los fondos públicos necesarios para cubrir los gastos de alojamiento y vida de esos ciudadanos–, sino también una presión añadida, compartida en general por los mandos militares, para que el gobierno procurara restablecer cuanto antes la seguridad en la zona.
En su condición de actor dominante en la vida nacional libanesa, tanto en el plano político como en el militar, ya poco después del inicio del golpe israelí en Gaza, la milicia chií anunció su intención de sumarse a la causa palestina con el objetivo de forzar a las FDI a detener su operación contra los gazatíes. Y en esa línea se enmarcaban sus cada vez más frecuentes lanzamientos de cohetes y misiles sobre territorio israelí. Pero hasta la invasión israelí, y tras el duro golpe sufrido con los ciberasesinatos y la eliminación de su máximo líder, Hasan Nasralá, ha quedado claro que su pauta de comportamiento en el campo de batalla daba a entender que, aunque estaba dispuesto a responder al castigo recibido, optaba por actuar al menor nivel posible para no disparar una escalada en toda regla de la que sabía que saldría muy malparada, dada la enorme superioridad tecnológica y operativa de las FDI. Así lo indica el hecho de que, para una milicia que posee decenas de miles de artefactos que pueden saturar la defensa antiaérea israelí si se lanzan salvas mucho más numerosas y que, además, cuenta con misiles muy sofisticados que tienen todo el territorio de Israel a su alcance, los ataques artilleros hayan sido tan escuetos, centrados en objetivos militares y sin emplear lo más avanzado de su arsenal. En definitiva, cabía concluir que Hezbolá no iba a abandonar el combate, pero tampoco iba a jugar todas sus bazas en defensa de los palestinos, a riesgo de promover su propia aniquilación.
En esa situación, cuando no parecía que los esfuerzos diplomáticos para calmar la tensión entre ambos actores pudieran dar algún fruto, a Tel Aviv se le planteaba una disyuntiva difícil de resolver. En principio, no parecía oportuno abrir totalmente un nuevo frente sin haber controlado la situación en la Franja de Gaza. Pero el temor a que Hezbolá siguiera reforzándose y amenazando a Israel en su frontera norte, llevó a Netanyahu a tomar la decisión de hacerlo, aunque eso supusiera tener que atender simultáneamente a dos frentes, sin olvidar que Irán podía utilizar a otros peones activos en la región –como los hutíes yemeníes de Ansar Allah y las milicias que controla en Siria e Irak– para complicar aún más la agenda israelí.
Y ha sido en ese punto en el que finalmente se ha impuesto de nuevo la opción de la escalada, potenciada por dos factores principales. El primero deriva de la visión iluminada del gobierno más extremista de la historia de Israel, convencido de que está ante la oportunidad histórica de rematar la tarea de lograr el dominio total del territorio que hay entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, reservándolo únicamente para los judíos. El segundo tiene que ver con las necesidades del propio Netanyahu. Prolongar y ampliar la guerra es la vía por la que ha optado tanto para intentar recuperarse del fracaso personal como supuesto garante de la seguridad de sus conciudadanos ante el ataque del 7-O, como para evitar la acción de la justicia por las tres causas judiciales que pesan sobre su cabeza. Causas que no solo pueden arruinar su carrera política, sino llevarle a la cárcel. De ahí que Netanyahu calcule que la continuación de la guerra le permitirá recuperar el favor popular (y el arranque de la invasión contra Líbano parece darle la razón), al tiempo que bloqueará la posibilidad de que haya elecciones anticipadas y vea su puesto en peligro.
Por ese camino, lo que Netanyahu y los suyos están haciendo no busca responder a nada ni a nadie, sino que forma parte de un plan diseñado específicamente para crear un nuevo orden regional, redibujando el mapa de la zona al servicio de los intereses de Tel Aviv. Un mapa que, en el caso de Líbano, les permita «limpiar» al menos la zona sur del país, impidiendo que Hezbolá pueda moverse por ella a sus anchas, al menos por un largo tiempo. Saben que no lograrán eliminar por completo a la milicia, pero cuentan con que su debilitamiento sea suficiente para devolver a los desplazados a sus lugares de residencia y para aumentar su popularidad ante la previsión de unos comicios que Netanyahu puede convocar cuando los vientos corran a su favor. El problema no es que, como ya se ha demostrado en el pasado, Hezbolá recobre su potencial antes de lo que Tel Aviv pueda creer y vuelva a las andadas, sino que con esta nueva operación, que implica crímenes de guerra y violación de la soberanía de un Estado como Líbano, se incremente la posibilidad de que se vuelva a una ocupación israelí (como la registrada entre 1982 y 2000) y que estalle un conflicto regional a gran escala en el que finalmente Irán se decida también a emplear todas sus capacidades y todos sus peones regionales. Nada bueno cabe esperar de ello