Lecciones del experimento Weimar
Con ocasión del centenario de Weimar se reedita el libro La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia de 2007 (español en 2009). El autor, Eric D. Weitz, director del departamento de Historia de la Universidad de Minnesota, narra la historia compleja y en último término trágica de un experimento apasionante.
Proclamada en noviembre de 1918, la República se estableció en agosto de 1919 en Weimar. Las circunstancias eran pésimas tras la derrota en una guerra devastadora y una revolución que aunque puso fin a la contienda fracasó luego. El caos era tal que hubiera sido imposible garantizar la seguridad de los diputados en Berlín. Weimar era más fácil de defender. Dos millones de alemanes murieron en la guerra. Regresaron cuatro millones de heridos, muchos de ellos mutilados y con horribles lesiones. Todos volvían con graves secuelas psicológicas. Padecieron además la crisis de posguerra: reajuste e hiperinflación.
En la génesis republicana, el socialdemócrata Friedrich Ebert, canciller transitorio hasta convertirse en primer presidente, cometió un error garrafal. Pactó con el ejército para sofocar la revolución. El resultado fue la incorporación a la vida pública de los Freikorps, organización paramilitar de antiguos oficiales. Solo entre 1919 y 1922 hubo 22 asesinatos atribuidos a los comunistas y 354 cometidos por derechistas. Murieron tiroteados el pacifista Matthias Erzberger en 1921 y el ministro de Exteriores Walter Rathenau en 1922, dos meses después de firmar el Tratado de Rapallo con la URSS. Los tribunales fueron indulgentes con los crímenes de la derecha, al igual que con los putsch protagonizados por Kapp y Hitler. Desde un principio la administración, el ejército, la propia judicatura y en general una élite ultraconservadora se mostraron dispuestos a torpedear la Constitución.
A lo largo de sus catorce años de existencia la República de Weimar tuvo que combatir la pobreza y lidiar con el pago de ingentes compensaciones a las potencias aliadas. También con la ocupación del Ruhr por parte de Francia y Bélgica y con la ruina de la hiperinflación de 1923. Cuando esta logró controlarse mejoraron las condiciones de vida y se inició un periodo de relativo sosiego. Se consiguieron algunas modificaciones en las severísimas indemnizaciones impuestas a Alemania (consideradas abusivas y humillantes por el británico John Maynard Keynes quien pronosticaba futuros enfrentamientos) en el tratado de Versalles. Pese a todo, los conflictos y convulsiones continuaron. Prueba de la inestabilidad de la República es que como promedio contó con un nuevo ejecutivo cada ocho meses y medio. La apertura del país a la esfera internacional y su ingreso en la Sociedad de Naciones se debieron al empeño del ministro de Exteriores, Gustav Stresemann quien en 1925 negoció con sus homólogos europeos los Acuerdos de Locarno que reconocían las fronteras. Fue el artífice del acercamiento francoalemán e impulsó en 1929 el Plan Young que sustituyó al plan Dawes para resolver el problema de las reparaciones. Fatídicamente el brillante liberalconservador falleció con tan solo 51 años en octubre de 1929, a solo tres semanas del desplome de la Bolsa en Estados Unidos. La República perdía a uno de sus más brillantes adalides.
A mediados de los años veinte, la Alemania urbana, bulliciosa y cosmopolita era uno de los lugares más emocionantes de Europa. Valiéndose de artículos periodísticos, textos literarios, películas y fotografías de las revistas gráficas Weitz relata, en forma de paseo por el Berlín de entreguerras (capítulo segundo), el ambiente de efervescencia cultural.
A continuación nos detalla cómo artistas, intelectuales (muchos de ellos judíos alemanes) y profesionales se entusiasmaban ante la modernidad. Las tecnologías de la cultura de masas se desarrollaron y afianzaron. La multitud acudía a las salas de cine. Llenaba cafés, espectáculos de revista y cabarets. Escuchaba jazz. Acudía a exposiciones de pintores expresionistas como Paul Klee o George Grosz. De artistas como Käthe Kollwitz (primera mujer admitida en la Academia de las Artes en Berlín). Y empezaba a apreciar los fotomontajes pioneros de Hannah Höch.
El autor enumera la publicación de novelas sobresalientes: La montaña mágica (Der Zauberberg) de Thomas Mann en 1925 y la urbana Berlin Alexanderplatz de Alfred Döblin en 1928. Y desafiando convenciones aquel año se estrenó el mayor éxito teatral y obra maestra de Bertolt Brecht La ópera de tres cuartos (Die Dreigroschenoper) con música de Kurt Weill.
Explica el compromiso de periodistas como Kurt Tucholsky y Carl von Ossietzky, que hicieron de semanarios como Die Weltbühne importantes foros de debate. Joseph Roth y otros elevaron a la categoría de arte la columna.
En su libro, Weitz nos transmite el intento de filósofos y sociólogos de desentrañar las consecuencias que la nueva sociedad de masas suponía para las percepciones: Martin Heidegger que terminaría en el partido nazi con su obra Ser y Tiempo (Sein und Zeit) y Siegfried Kracauer, a quien se asocia con la teoría crítica de la “Escuela de Frankfurt” representaba el polo opuesto.
Los estudios Babelsberg
Recuerda que mucho antes que Hollywood, los estudios Babelsberg a las afueras de Berlín fueron la meca del cine en la que trabajaron Billy Wilder, Ernst Lubitsch o Marlene Dietrich. Cita Berlín, sinfonía de una ciudad de Walter Ruttman probablemente el mejor filme del cine mudo alemán. Películas emblemáticas de Fritz Lang como Metrópolis la primera considerada Memoria del Mundo por la Unesco o M, el vampiro de Düsseldorf.
Habla de los ideales de luminosidad y rigor con los que arquitectos como Walter Gropius (edificio Bauhaus en Dessau) y Erich Mendelsohn (almacenes Schocken en Chemnitz) querían “abrir la puerta a los tiempos modernos”. También Bruno Taut y otros. Sus edificios construidos en la segunda mitad de los años veinte son un excelso ejemplo del espíritu de Weimar.
El autor señala la importancia que empezó a darse a una vida sexual enriquecedora y placentera, un indicador de la acentuada conciencia adquirida sobre el cuerpo. La emancipación de la mujer llegó a verse al final de la República como la personificación del espíritu de Weimar. En 1933, Alemania tenía la tasa de natalidad más baja de Europa. Además, recalca el comienzo de la lucha contra los prejuicios homófobos y el incipiente culto al ocio y el deporte, ya que, por ejemplo, el boxeo causó sensación entre las masas. Y no olvida que algunos de los hallazgos más decisivos de la física del siglo XX se hicieron en la Alemania de Weimar.
Junto a esta alarde de creatividad, Weimar fue asimismo un periodo de enormes avances políticos, económicos y sociales. Igualdad jurídica de hombres y mujeres. Sufragio universal. Libertad de opinión, reunión y culto. Derecho a la educación gratuita, a la vivienda y al subsidio de paro. Defensa de la seguridad social, la jornada laboral de 8 horas, las pensiones o el seguro en caso de accidente.
Con todo, la República despertaba indiferencia, cuando no abierta hostilidad. Nadie sentía lealtad hacia ella. Ciertamente, no desde la derecha que siempre conspiró para derribarla, lo que consiguió cuando los moderados acabaron apoyando a los nazis. Fue una constante la leyenda de la “puñalada por la espalda” (Dolchstoßlegende), que atribuía la derrota militar a una supuesta conspiración de judíos, socialistas y otros enemigos de la patria. Pero tampoco simpatizaba la izquierda radical en donde los comunistas prefirieron perseguir la falsa quimera del paraíso soviético rechazando las conquistas graduales de los socialdemócratas.
1928 fue el último de los “años dorados” de la República. En 1925, el anciano Paul von Hindenburg, muy vinculado al pasado imperial y militarista prusiano, había sido elegido segundo (y postrero) presidente de la República. La Gran Depresión de 1929 dio el golpe de gracia. Cayó la famosa “coalición de Weimar”, integrada por socialdemócratas, católicos del Centro, Zentrum y el Partido Democrático Alemán, de corte liberal. A partir, sobre todo del gabinete encabezado por el canciller Heinrich Brüning (1930), se formalizó la fase presidencialista y antiparlamentaria de Weimar. La crisis financiera mundial del 29 fue gestionada de modo nefasto. Se trató de salvar la situación mediante un programa de drásticos recortes. Las expectativas económicas empeoraron y se disparó a límites intolerables el desempleo. Según estadísticas oficiales, un tercio de la población activa estaba en paro, aunque las cifras reales eran mayores. La cobertura del desempleo no pudo ampliarse; ni siquiera mantenerse.
El nazismo
Para superar la desconfianza parlamentaria se aplicaron las “medidas excepcionales” que la Constitución concedía al presidente. El rechazo de uno de esos decretos en el Reichstag, llevó a que Hindenburg ordenara su disolución y la celebración de nuevas elecciones en septiembre de 1930. En esos comicios el partido nazi creció hasta el 18,3% de los votos. Como señala Weitz, hasta entonces los nazis habían sido un grupo minoritario, marginal. En las siguientes elecciones de julio de 1932 y empleando hasta el extremo la violencia y la agitación al 37,3%, la cifra más alta alcanzada por los nazis en unas elecciones libres. Pero nunca obtuvieron una mayoría absoluta en condiciones democráticas. En la primavera de aquel año Hitler se había enfrentado en las presidenciales a Hindenburg: perdió.
El libro contiene toda una advertencia para quienes creen que los avances tecnológicos implican siempre progreso. En aquellos momentos lo avanzado, lo audaz, era ser nazi o ser comunista. La radio no solo transmitía música y anuncios de marcas comerciales; también machaconas consignas políticas. Micrófonos y altavoces de alta potencia amplificaban gritos e himnos en mítines cada vez mayores. El triunfo final de Hitler vino envuelto en un halo, un resplandor de modernidad. Fue el primer político en Alemania que recurrió al avión en sus desplazamientos durante las campañas. El partido utilizó grandes reflectores, diseños calculados para un impacto visual máximo.
La penosa situación en modo alguno estaba abocada a un desastre inevitable. Conviene dejar claro que Hitler jamás accedió al poder mediante elecciones. Ni hubo investidura con votación parlamentaria. Fue nombrado canciller por los poderes especiales que la Constitución atribuía al presidente Hindenburg. Y, sobre todo, la catástrofe vino dada por opciones políticas equivocadas. Entre 1930 y 1933 sectores significativos y respetables de la derecha y el centro alemanes quisieron creer que una “estrategia de domesticación”, la integración en el juego político, del nazismo era posible. Junto a los errores de la clase política alemana de esos años y la crisis mundial hay que constatar la falta de generosidad de los aliados vencedores.
Cien años después la República de Weimar sigue produciendo un doble efecto. Nos atrae por sus muchos aciertos. Nos repele por el cataclismo al que dio paso. Sin embargo, bien pudo haber prosperado y no debe ser contemplada como un simple preludio a la atroz dictadura totalitaria.
La obra, densa y exhaustiva, es un fascinante recorrido por los éxitos del periodo de Weimar. Y sus carencias. Proporciona lecciones en cuanto a miopía política, falta de compromiso democrático y de consenso en cuestiones básicas. En la actualidad Europa y otros países vuelven a enfrentarse a un auge de los populismos lo que ofrece un aliciente añadido para su lectura.