La radicalización, consecuencia de una serie de detonantes que promueven la oposición absoluta y radical a unas ideas, tiene una dimensión esencialmente ideológica.
Los atentados de Barcelona y Cambrils en agosto de 2017 volvieron a poner en evidencia lo poco que sabemos respecto a las causas que generan los procesos de radicalización extremista. Como si se tratara de una caja negra, hemos de esperar a que se produzca un suceso concreto para identificar las motivaciones que llevaron a sus autores hacia la radicalidad. Un año después, aún seguimos preguntándonos cómo fue posible que se produjera la radicalización de unos jóvenes de Ripoll de una forma tan inadvertida, y las principales líneas argumentales siguen insistiendo en el papel de instigador del imam de una de las mezquitas de esta población. Tras lo sucedido, parece que debamos volver sobre nuestros pasos respecto a los consensos a los que habían llegado los analistas con respecto al papel de las mezquitas y los imames en relación con la activación de los procesos de radicalización violenta. Aún recuerdo cómo hace algunos años, los máximos responsables de seguridad españoles se aplicaban en explicar el cambio de paradigma que habían observado con respecto a cómo se potenciaban estos procesos: si antes habían sido las mezquitas a través de las proclamas de los imames, a partir de ahora era la influencia de internet y las redes sociales las que estaban detrás de la activación de la radicalización. ¿El caso de Ripoll debe hacernos cambiar este punto de vista?
Lo cierto es que las mezquitas y los imames nunca han dejado de ser vistos como sospechosos habituales. Si no, no se explica cómo se ha querido elaborar una geografía de la radicalización en nuestro país, atendiendo a aquellas localidades en donde se identificara una mezquita relacionada con el salafismo,…