Uno de los mantras más repetidos de la política exterior española, la actual y la de otras épocas, es el carácter particular de las relaciones con Iberoamérica, la difusa comunidad histórico-étnico-cultural formada por España, Portugal y los países americanos de lenguas española y portuguesa. Raro ha sido el gobierno que, desde el nacimiento del actual Estado-nación español en las primeras décadas del siglo XIX, no haya proclamado como objetivo de su política el fortalecimiento de dichas relaciones, basadas, a diferencia de las mantenidas con otros países, no solo en intereses económicos y geopolíticos, sino en la pertenencia a una misma familia de naciones.
Han variado los términos utilizados –Iberoamérica, Hispanoamérica o, más raramente, Latinoamérica–, pero no la idea de una comunidad de sangre y de cultura forjada por la historia. Las variaciones tienen que ver con la matriz utilizada –naciones latinas, ibéricas o hispánicas–, pero siempre dentro de estos principios histórico-genealógicos. Quizá con la excepción de Latinoamérica, que en origen se refería al conjunto de naciones hijas de la civilización romana (razas latinas, lenguas latinas), pero que ha ido adquiriendo un claro matiz de oposición a lo histórico-genealógico –o a cómo lo histórico-genealógico era entendido–. Latinoamérica no sería tanto el conjunto de las naciones hijas del mundo latino como una identidad étnico-cultural diferente de la blanco-europea. Los emigrantes ecuatorianos en Madrid se definen como latinos frente a los españoles, no con los españoles. Esto explicaría las prevenciones sobre su uso en el discurso público español que, aunque en un primer momento expresó el rechazo a la intromisión francesa en una comunidad definida por la herencia española o ibérica, ahora tiene más que ver con el sentido que su uso ha ido adquiriendo de exclusión de las naciones latinas europeas. Latinoamérica o América Latina como una realidad diferente de la angloamericana,…