Graduados en infinidad de crisis, los países latinoamericanos cuentan hoy con una banca saneada y una política económica fortalecida. El mayor obstáculo es el poco margen que ofrece la política fiscal en la región. El mayor riesgo, un fuerte ajuste en los tipos de cambio.
En las semanas centrales del pasado noviembre, muchos pensaron que la normalidad había vuelto a Latinoamérica. Tras cinco años de crecimiento no inflacionario y razonablemente elevado, de aumentos del empleo formal y de los salarios reales, incrementos de la bancarización y reducciones del coste del endeudamiento bancario, cuentas externas y públicas saneadas que posibilitaron el desendeudamiento externo y público, tipos de cambio estables y aumentos de reservas internacionales, primas de riesgo a la baja y sucesivas revisiones al alza de las calificaciones otorgadas por las agencias de rating tanto a los soberanos como a las grandes empresas, aumento del empleo y de políticas sociales que consiguieron sacar a 17 millones de personas de la pobreza, así como envidiables e inéditos niveles de apoyo popular a los líderes políticos del continente, en noviembre de 2008 todo pareció desvanecerse y nuestro destino manifiesto pareció que volvía a ser caer y caer en una nueva y desproporcionada crisis económica y política.
Bastaron algunas intensas semanas de volatilidad en los mercados cambiarios y de capitales para que la teoría del decoupling –que afirmaba que el mundo podía crecer apoyándose en los BRIC (Brasil, Rusia, India y China) y sin el aporte de Estados Unidos– se viniera abajo y todo el continente se pusiera a buscar bien argumentos para justificar el descalabro, bien políticas compensatorias para modularlo.
Como era previsible, a los que cultivan con primor el prestigio intelectual del fracaso les llevó todavía menos tiempo que a los mercados apoderarse del discurso dominante en los consejos de administración y…