POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 189

Protestas durante la visita de Mijail Gorbachov a Pekín (Plaza de Tiananmen, 1989). JACQUES LANGEVIN/GETTY

Latidos de Tiananmen

Treinta años después de la crisis de Tiananmen, la involución de los derechos humanos en China es clara, pese a la mejoría económica y social.
Xulio Ríos
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La de Tiananmen (1989) sigue siendo la crisis política de mayor alcance registrada durante el periodo de reforma y apertura que se inició en China a finales de 1978. Cada aniversario suscita preocupación entre las autoridades y recuerdo en el exterior. Este año, tres décadas después de aquellos tristes sucesos, confluye la conmemoración con la evocación del primer centenario del Movimiento del Cuatro de Mayo, una epopeya cargada de gran simbolismo en el imaginario chino y que remite al protagonismo del movimiento estudiantil en el despertar revolucionario y patriótico de la sociedad china. No es de extrañar, por tanto, que el Partido Comunista de China (PCCh) preste suma atención en este instante a cualquier movimiento que sugiera paralelismos poco deseables y, tanto en un sentido como en otro –ya sea transformador o nacionalista–, se reivindique como catalizador natural e indiscutible de las aspiraciones del pueblo chino.

Más allá de lo retórico-enunciativo, esto implica disuadir cualquier intento de discutir su autoridad, como ha ocurrido recientemente con los grupos de estudiantes de adscripción filomarxista que se movilizaron en apoyo de las reivindicaciones obreras en el sur del país. Un movimiento desmantelado con tanta urgencia como rapidez, confiando en que su corte de raíz impida una peligrosa propagación.

Treinta años después de aquellos disturbios, seguimos lejos de cualquier reconocimiento de que las manifestaciones no eran una rebelión violenta ni una sedición, de que la represión del ejército fue un error, de que el perdón y la indemnización a las familias de las víctimas es lo correcto. La posición oficial sigue inalterable: las decisiones tomadas fueron las adecuadas, protegieron el partido de la debacle y permitieron la continuidad de las reformas económicas. Una apertura política que imitara el proceso soviético hubiera sido desastrosa para China.

El PCCh sobrevivió a Tiananmen. Muchos lo atribuyen a su sempiterna capacidad de adaptación, pero la respuesta ha sido más compleja. Cabría advertir varios niveles. En primer lugar, desde entonces, la lucha contra la corrupción, una de las claves que originaron aquel movimiento, ha sido una constante en la agenda del partido. Bien es verdad que no siempre exitosa y con altibajos notables. Quizá haya sido tras la llegada de Xi Jinping (2012) cuando esta ha recibido una respuesta de mayor contundencia, tanto en lo que se refiere a la persecución de los clanes y mafias que gangrenaban la autoridad del PCCh como en el diseño de una estructura institucional que garantice una acción más persistente y eficaz. La creación de la Comisión Nacional de Supervisión, a modo de actualización del republicano Yuan de Control (una de las cinco ramas del gobierno de la República de China), muestra un jalón notable en esa trayectoria, a pesar de que las sospechas de parcialidad en su actuación probablemente nunca se disipen. Si en el combate de este flagelo siempre se manifiestan tensiones y rivalidades entre líderes, en los últimos años su extensión y calado ha sido de tal magnitud que ha hecho saltar por los aires los consensos protectores del máximo liderazgo, que se creían firmemente asentados.

 

«Los coqueteos con una mayor pluralidad en el seno del PCCh, un mayor papel de candidatos independientes o una mayor autonomía de la Asamblea Popular Nacional se han quedado por el camino»

 

En segundo lugar, la atención a lo social. Si el largo mandato de Jiang Zemin (1989-2002) representó un descalabro en este sentido, solo mitigable por la holgada espiral de crecimiento de la economía, casi siempre de dos cifras –lo que permitió una mejora considerable del nivel de vida de amplias capas de la población y el nacimiento de una clase media–, el PCCh enderezó el rumbo primero con la “sociedad armoniosa” de Hu Jintao (2002-12) y, durante la “nueva era” de Xi, con una agenda más equilibrada, que apunta a la conformación de una sociedad modestamente acomodada en 2020, tras el logro histórico de erradicar la pobreza extrema en todo el país. Las desigualdades subsisten y su corrección avanza a un ritmo inferior al deseable, pero la acción política y de gobierno se caracteriza por una atención sostenida a rubros antes ignorados, como la mejora de la salud, la educación, las pensiones, la vivienda, la seguridad en el trabajo, ­etcétera.

En tercer lugar, en lo político la mejora de la gobernanza se ha alejado de cualquier propósito de imitación del modelo liberal occidental. Frente a los titubeos de los años noventa, que sugerían la experimentación con propuestas como la separación Estado-Partido, una democratización limitada capaz de lidiar con una progresiva independencia del poder judicial o una mayor tolerancia en materia de libertades, lo constatable es que en los últimos años el único sentido posible en esa mejora ha quedado asociado al reforzamiento del liderazgo del PCCh y de su estilo de gobierno. El Estado de Derecho que propone Xi es un imperio de la gobernanza a través de una ley hecha a medida de los intereses del PCCh, sin que en modo alguno pueda aguardarse una equiparación siquiera mínima con la formulación liberal análoga. Los coqueteos con una mayor pluralidad en el seno del PCCh o en el campo, la asunción de un mayor papel por parte de los candidatos independientes, una mayor autonomía de los otros ocho partidos legales o de la Asamblea Popular Nacional, se han quedado en el camino. El hipotético diálogo con la sociedad civil ha derivado en una enésima campaña de la “línea de masas”.

En lo político, la máxima aspiración del PCCh consiste en trazar un mecanismo institucional que preserve a toda costa la autoridad que ejerce sin concesiones y con un nivel de ocupación social que crece sin cesar. Por lo demás, Xi ha rechazado de plano cualquier ruptura de la narrativa oficial del partido, ya afecte a las interpretaciones de lo sucedido en Tiananmen o al maoísmo en su conjunto, destacando la continuidad como característica esencial del proceso iniciado en 1949.

 

El quinto elemento

A raíz de la crisis de Tiananmen se hizo popular la reivindicación de una quinta modernización (democracia) para completar las otras cuatro (industria, agricultura, defensa, ciencia y tecnología) que el primer ministro Zhou Enlai lanzara a comienzos de los años sesenta para la superación del subdesarrollo de un país que, en 1949, mantenía un PIB equivalente al de 1890. Tras la muerte de Mao Zedong, Deng Xiaoping las retomaría con la reforma y apertura.

También a las “cuatro integrales” de Xi (que aluden a la construcción integral de una sociedad moderadamente próspera, la profundización integral de las reformas, la gobernanza integral del país mediante el Estado de Derecho y la adhesión integral a la disciplina del partido) podríamos sumar una quinta, relativa a la asunción integral de la democratización de la vida política.

El xiísmo (pensamiento de Xi sobre el socialismo con características chinas de la nueva época) reniega de cualquier evolución en tal sentido. Ya no es que el nivel de ­desarrollo de la sociedad china ­desaconseje su adopción “por el momento” o que el gradualismo deba imponerse en esto de igual modo que se ha hecho en la economía; por el contrario, hemos regresado a la vieja dicotomía que establece una frontera entre los derechos económicos y sociales y los derechos civiles y políticos. No es ajeno a ello el resurgir ideológico de conceptos y visiones asociadas con el maoísmo o, más intensamente, con el marxismo en su versión más ortodoxa.

El propósito de consolidar China como un actor global determinante no solo según su creciente significación en el orden económico o comercial –e incluso en el inversor–, sino también en atención a su poder blando, tiene aquí, sin embargo, un hándicap que difícilmente puede superar comprando páginas de publicidad en los principales diarios y revistas del mundo. Aunque China tenga el derecho a elegir su propia ruta, la reiteración de las “peculiaridades chinas” como argumento para justificar la inadecuación de ciertos valores y principios no convence. De igual modo, la acusada persistencia de la represión, la inflexibilidad mostrada con cualquier crítica, aun siendo constructiva, o el trato a algunas minorías (no solo la tibetana, sino sobre todo los uigures de Xinjiang) liquidan de un plumazo cualquier intento de las autoridades por presentar una imagen internacional más acorde con parámetros que resulten admirables en Occidente. China suscribió en 1998 el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Hoy sigue siendo uno de los pocos países del mundo que no lo ha ratificado.

Se abre camino la imagen de un poder absoluto, con tendencia a la deshumanización, comprometido únicamente con el alcance a toda costa de los objetivos partidarios y nacionales. Tal visión deriva de la aplicación de los nuevos avances tecnológicos en materia de Big Data, Inteligencia Artificial, etcétera, relacionados con el controvertido sistema de crédito social que debe generalizarse en la próxima década. Advierten de un escenario que, sin controles democráticos, puede acentuar el perfil dictatorial del sistema. La apuesta por una vía política original e independiente exige al PCCh mantener bajo control a las fuerzas anti-partido de la sociedad civil. Y se aplica a ello sin reservas, extremando su perfil intolerante.

 

Involución por partida doble

Si nos atenemos al canon definido por Occidente, el empeoramiento de la situación de los derechos humanos en China es evidente a pesar de las mejoras en los ámbitos económico, social o cultural. Al inicio de su mandato, con la enunciación de los siete tabúes (los errores históricos del PCCh, los valores universales, las tensiones en la sociedad, los derechos cívicos, la independencia de la justicia, los privilegios de los dirigentes y la libertad de prensa), Xi no dejó dudas de su programa en este aspecto.

Pudiéramos pensar que el actual endurecimiento de la situación en este orden responde a una magnitud coyuntural o táctica, como la necesidad de blindar el régimen en un momento decisivo para culminar el proceso de ascenso a la cima global. Sin duda, la coyuntura importa y China tiene motivos sobrados para pensar que Occidente le plantará cara en todos los frentes posibles para evitar el sorpasso. Está ocurriendo. Y en la visión del PCCh, cualquier democratización liberal (más allá de la deliberativa o consultiva que pudiera digerir el sistema) conduciría a un caos que dilapidaría los esfuerzos desarrollados para lograr la anhelada revitalización nacional. No obstante, el rearme ideológico en curso apunta a una visión más estratégica y estructural, que sugiere una reforma permanente –y excluyente– del sistema político, que aleja la posibilidad de una homologación con Occidente.

 

«En la visión del PCCh, cualquier democratización liberal conduciría a un caos que dilapidaría los esfuerzos para lograr la tan anhelada revitalización nacional»

 

El PCCh echa en cara a los países occidentales no solo la “incomprensión” de su identidad civilizatoria y la falta de idoneidad de sus soluciones frente a las chinas, sino también su deterioro como modelo, es decir, el notable empeoramiento de la calidad de la democracia, sometida cada vez más a los imperativos del mercado. O su propia doble vara de medir: no es ni de lejos igual la presión ejercida en este sentido sobre China que la aplicada a Arabia Saudí. Lo cual aporta razón a quienes acusan a Occidente de un uso político e interesado de la crítica a China, que formaría parte de los argumentos para contextualizar la rivalidad sistémica. Occidente reclama democracia a China pero se niega a democratizar el orden global, por temor a perder los privilegios que le reserva. Por otra parte, los intentos de imponer la democracia en terceros países han derivado en situaciones de caos, cuyas primeras víctimas son las sociedades que se pretendía proteger.

En el momento actual, de intensificación de las tensiones con Estados Unidos y la Unión Europea, la primacía occidental se centra en los diferendos económicos, comerciales y estratégicos. Solo tangencialmente se evocan los asuntos relacionados con los derechos humanos, que han perdido su condición central en el diálogo bilateral por más que sigan figurando en la agenda.

El giro político de la China de Xi no sugiere esperanzas en cuanto a incorporar la lectura occidental de los derechos humanos. Tan atrevido y resolutivo en numerosos campos en las últimas décadas, el PCCh parece no descartar una homologación con los países occidentes en el orden económico, en tanto en cuanto sea necesario para evitar fricciones que pongan en peligro su trayectoria hacia la supremacía global. En lo político impera otro criterio.

La tendencia autocrática predomina en la China de Xi. En sus años de mandato ha procurado concentrar en sus manos los principales activos políticos, dando la espalda a los preceptos de gobernanza colegiada enunciados por Deng. Ni el neolegismo ni el neoconstitucionalismo que promueve contradicen dicha tendencia. Si el Estado de Derecho es inseparable del reforzamiento de la autoridad de la sociedad a todos los niveles, la debilidad o ausencia de mecanismos de control debilita la credibilidad de todo el sistema. Y constituye un grave riesgo para la estabilidad, ese sortilegio que en China tanto vale para un roto como para un descosido.

China y el PCCh pueden sentirse orgullosos de los enormes cambios que ha experimentado el país en las últimas décadas. Pero quedan asignaturas pendientes.