La actual década está siendo trepidante en el mundo árabe. En sus primeros 42 días ya habían caído dos líderes autoritarios –el tunecino Zine El Abidine Ben Ali y el egipcio Hosni Mubarak– que hasta entonces parecían todopoderosos e inamovibles. No cayeron a raíz de intervenciones militares extranjeras, ni de golpes de Estado, ni de revoluciones religiosas. Fueron movilizaciones sociales pacíficas, hasta entonces inimaginables, las que forzaron sus salidas del poder.
Una primera lección que se debería extraer de esa experiencia reciente: ni la apariencia de estabilidad durante décadas, ni el apoyo continuado de las potencias occidentales, ni unos relativamente buenos resultados macroeconómicos son garantías suficientes para la supervivencia de los regímenes autoritarios árabes mientras exista malestar social.
En los siete años transcurridos desde el comienzo de esta década, ha habido una aceleración de la historia en Oriente Medio y el Magreb, con acontecimientos de gran trascendencia y frecuentes cambios en los estados anímicos, tanto en la propia región como entre los observadores externos. Desde 2011, el mundo ha sido testigo de fenómenos extremos generados en la región árabe: guerras civiles, enfrentamientos bélicos regionales, éxodos de refugiados, uso de armas químicas, aumento del sectarismo y del extremismo religioso, aparición de proyectos totalitarios como el del autoproclamado Estado Islámico (Dáesh), etcétera.
Una segunda lección que no debe pasarse por alto: los cambios abruptos que ocurren en los países árabes no quedan encapsulados dentro de sus fronteras. Nadie puede dudar ya de que sus consecuencias tienen la capacidad de extenderse en poco tiempo a otras zonas del planeta. De hecho, las crisis en países árabes de Oriente Medio y el Magreb –como Siria, Irak o Libia– pueden poner en jaque el proyecto de construcción de la Unión Europea. El auge de movimientos xenófobos y de extrema derecha se ha visto alimentado por…