«Quiero ser presidente de este país para cambiarlo». A los 1.000 días de su gobierno, Allende pronunciaba su último discurso por la radio. Era el 11 de septiembre de 1973 y estaba asediado por los golpistas.
La participación de Estados Unidos, tanto del gobierno como del sector privado, en el sabotaje y demolición de la democracia chilena, una de las más antiguas y estables del mundo, está documentada desde 1975 por el propio Senado norteamericano. En años sucesivos ha sido permanente, al hilo de los plazos establecidos en la legislación sobre libertad de información o de las investigaciones de periodistas e historiadores, el goteo de informaciones que iluminan rincones oscuros y precisan datos, cifras, nombres. No es posible leer esta masa documental sin asombrarse ante la soberbia, la ignorancia y la incompetencia de organismos y servicios que pretendían gobernar el mundo.
Importa resaltar que el desencuentro con EE UU no empezó con Allende, y que también en este punto el gobierno de la Unidad Popular [UP] está en la línea de continuidad de un proceso largo de profundización de la democracia y ampliación de la independencia nacional de Chile.
Allende fue mezquino en sus pronósticos de 1964, cuando anunció de parte de Frei “liviandades y aventuras” consentidas por el imperio. La política exterior del canciller Gabriel Valdés Subercaseaux fue mucho más que eso. Restableció las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética y con los países de su área de influencia, respetando, eso sí, las líneas rojas en torno a Cuba y a la República Democrática Alemana. En 1965 intentó amotinar a la Organización de Estados Americanos (OEA), controlada por Washington con mano de hierro, contra la invasión de República Dominicana; cuando los demás países se plegaron, Chile fue el único que mantuvo la condena. Entonces Valdés propuso una reforma de…