La nueva mayoría absoluta de los islamistas moderados en las elecciones legislativas del 22 de julio no garantiza una salida a la crisis turca. La solución no pasa tanto por las urnas como por el consenso entre el ‘establishment’ laico y el Partido de la Justicia y el Desarrollo.
El ministro turco de Asuntos Exteriores, Abdullah Gül, aseguraba en una entrevista en mayo que un país predecible y estable, con una democracia fuerte, es un país fiable y respetado tanto dentro como fuera de sus fronteras. Aunque Gül se refería a su propio país, en una suerte de autohalago, lo cierto es que Turquía ha sido cualquier cosa menos predecible y estable durante los últimos meses. Los compases finales del primer gobierno del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) se han caracterizado por la improvisación y la incertidumbre políticas.
Los ejemplos son numerosos. El más flagrante lo protagonizó el primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, anunciando el nombre del candidato del AKP para la presidencia de la república unas 35 horas antes de que concluyese el plazo legal, el 24 de abril. El último caso de indecisión se vivió poco antes de las elecciones legislativas anticipadas del 22 de julio, cuando no eran pocas las voces que instaban a aplazar la cita con las urnas ante una inminente operación militar en el norte de Irak, de la que tampoco se conocía su fecha y si efectivamente iba a tener lugar.
Finalmente, los comicios generales se celebraron, sin incidentes violentos y con una alta participación ciudadana. El AKP renovó su mayoría absoluta, con un 46,6 por cien de los votos y 341 escaños, mientras que su principal adversario, el Partido Republicano del Pueblo (CHP), mantuvo el tipo con un 20,8 por cien y 112 diputados, pero se quedó muy lejos…