«Hay muchas cosas, excepto la agricultura, que pueden esperar”, afirmó en su día el primer ministro de India, Jawaharlal Nerhu. La alimentación representa en España, así como en los países desarrollados, en torno al 25% de los presupuestos familiares y en los países pobres su importancia asciende hasta el 75%.
La reciente subida de los precios alimenticios y la sombría previsión sobre “su continuidad en los años futuros”, anunciada en la cumbre de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) celebrada en Roma, ha hecho sonar la alarma malthusiana. “Nadie duda en reconocer que la tendencia de las especies a multiplicarse es mucho mayor que la rapidez con que los frutos de la tierra se multiplican”. La cita es de John Stuart Mill, que más allá de Malthus fundamentaba su pesimismo en la inoperatividad de las innovaciones tecnológicas en la agricultura.
Afortunadamente, los lúgubres pronósticos de los economistas clásicos han sido desmentidos por los hechos. Las innovaciones tecnológicas en la agricultura han permitido que en los países industriales un reducido número de agricultores, menos del 5% de la población trabajadora, alimente al resto de los ciudadanos. Entre 1940-80 el rendimiento por hectárea de cereal en Estados Unidos y en la Unión Europea se multiplicó por 10 a medida que el capital y la tecnología –maquinaria, regadíos, abonos, semillas– sustituía a la mano de obra.
En el Sureste asiático, América Latina y África, el progreso está siendo mucho más lento, aunque a partir del último cuarto del pasado siglo la “revolución verde” provocó un espectacular incremento de los rendimientos agrarios y solucionó temporalmente el problema del hambre. El éxito fue de tal envergadura que los precios de los alimentos bajaron de manera continuada y quedó aparcada la preocupación por el hambre sin importar demasiado la…