Las constituciones, el código genético de la modernidad
En abril de 1755, Pasquale Paoli regresó a Córcega, que entonces se encontraba bajo soberanía genovesa. Era hijo de un rebelde corso que tuvo que exiliarse en Nápoles en 1739 tras el fracaso de una revuelta independentista en la que participó. Pocos años después de su retorno, siendo ya general de la república corsa, Paoli se convirtió en una celebridad a ambos lados del Atlántico. Su original plan de gobierno labró su fama.
Una vez elegido capo generale politico e economico, redactó un documento de 12 páginas al que llamó una costituzione. Su preámbulo decía que, tras recuperar su libertad y deseoso de darse una forma “duradera” de gobierno, el pueblo corso había decidido concederse una Constitución que garantizara sus “derechos naturales y libertad”. Paoli se autoconcedió amplios poderes como jefe del Consejo de Estado pero, al mismo tiempo, hizo elegibles para cargos públicos a todos los mayores de 25 años, unos derechos que no existían en ningún lugar del mundo a mediados del siglo XVIII. Tratándose de una pequeña isla mediterránea de 120.000 habitantes, la mayoría campesinos analfabetos, era un hecho insólito.
En una isla rodeada de depredadores al acecho de sus preciadas bahías de aguas profundas, ¿qué interés podían tener los corsos en defender su país si estaban privados de derechos políticos?, se preguntaba Paoli. Pero su experimento no duró mucho. En 1769 los franceses invadieron y se anexionaron Córcega. Su victoria fue póstuma: inauguró una era que aún no ha terminado: la de la modernidad política. Sudán del Sur, el Estado más joven del mundo, celebró su primer día de independencia en 2011 promulgando su Constitución.
Leyes y reyes
Millones de personas acuden todos los años a la Rotunda del National Archives Museum de Washington para ver la copia original de la más antigua de las constituciones en vigor, la de Estados Unidos de 1787, que se exhibe en sus vitrinas al lado de la Carta Magna y la Declaración de Independencia de 1776.
Hoy, de los 193 miembros de Naciones Unidas, casi todos tienen constituciones escritas. Existen incluso organizaciones internacionales dedicadas a ayudar a los países a hacer –o rehacer– sus constituciones, entre ellas la Comisión de Venecia, creada por el Consejo de Europa en 1990.
Algunos países tienen constituciones con otro nombre, como la alemana Ley Fundamental de Bonn (1949). La principal excepción es Reino Unido y algunos otros países de la Commonwealth, que no tienen constituciones escritas, sino documentos como las Actas de Reforma (1832 y 2005) y del Parlamento (1911 y 1949). La Constitución es la suma de esos textos fundamentales.
En esta fascinante historia de las constituciones modernas, Linda Colley –historiadora de la Universidad de Princeton y galardonada con el Wolfson History Prize (1992)–, recuerda que las compilaciones de leyes no eran nada nuevo. Ciudades-Estado griegas ya las promulgaban en el siglo VII a.C. Hasta hoy sobreviven estelas pétreas con inscripciones del código de Hammurabi, sexto rey de Babilonia (1810 a.C-1750 a.C.). En La política (Πολιτικα, siglo IV a.C.), Aristóteles describió la “Constitución” de diferentes ciudades griegas refiriéndose a su forma de organización política.
Pero sus normas eran básicamente órdenes a súbditos y vasallos, con temibles castigos para quienes se atrevieran a desafiarlas. La Carta Magna (1215), por primera vez, fijó límites a la voluntad –y a los caprichos– del rey al establecer que no podía tomar la vida, la libertad y la propiedad de los lords sin un debido proceso. “Antes fueron leyes que reyes” decían los legendarios Fueros de Sobrarbe aragoneses. En el Siglo de las Luces, con la difusión de las obras de Rousseau y Montesquieu, apareció el constitucionalismo propiamente dicho.
La pluma y la espada
Colley añade a esa conocida historia sobre la formación del mundo moderno nuevos capítulos menos conocidos sobre el modo en que las constituciones surgidas de las revoluciones atlánticas (1770-1820) terminan permeando la cultura política global. Uno de sus primeros grandes hitos en el siglo XIX fue la primera república negra en Haití (1804) y uno de los últimos, la Constitución imperial (1889) del Japón de la era Meiji –la “del culto a las reglas”–, cuya influencia se extendió desde India y China a Turquía, sobre todo tras la victoria militar japonesa sobre Rusia en 1905, la primera vez que un pueblo asiático se enfrentaba y vencía a una potencia imperialista europea.
En 1914, las constituciones escritas eran ya la norma predominante de los Estados independientes de todos los continentes, aunque no todos fueran democráticos. Según Colley, el principal factor de ese proceso político no fue la difusión de las ideas liberales sobre los derechos individuales y el gobierno limitado, sino las exigencias de la soberanía frente a potenciales enemigos exteriores. Redactar y publicar una Constitución servía a los gobiernos para organizar el apoyo popular, demarcar fronteras y justificar una presión tributaria y un gasto militar mayores.
No es casual, señala la autora, que varios de sus principales autores no fueran juristas, sino militares convertidos en legisladores, como George Washington, Simón Bolívar, Toussaint Louverture o Napoleón, que combinaron la pluma y la espada: el derecho y la fuerza. En casi todos los casos, la conscripción militar obligatoria fue la condición sine qua non de los derechos políticos, una de las principales razones de la inicial exclusión de la ciudadanía de las mujeres, según Colley.
Más allá de los límites
Las constituciones en sí mismas eran textos proteicos, que prometían crear nuevas –y mejores– realidades sociales, un fenómeno paralelo al aumento de la alfabetización, la imprenta, las traducciones y la prensa escrita. En solo unas pocas semanas, la Declaración de Independencia de Estados Unidos era ya conocida en Irlanda, Francia y Dinamarca, y no tardó en ser traducida a decenas de lenguas. Las constituciones, en ese sentido, eran mucho más que textos legales y políticos: inventaban y contaban una narrativa nacional.
Con gran perspicacia para elegir las anécdotas reveladoras, Colley rescata figuras precursoras como Catalina la Grande de Rusia, que en 1767 publicó su Nakaz (gran instrucción), Gustavo III de Suecia, el rey Pomare de Tahití, el rey Kalakaua de Hawai, el jefe cheroqui Sequoyah y el general tunecino Husayn ibn Abdullah, autores de documentos que aunque no eran constituciones formales, pretendían serlo, con mayor o menor fortuna.
Quienes adoptaron la nueva tecnología política no tardaron en ir mucho más allá que sus precursores. Los jacobinos negros haitianos llevaron el radicalismo democrático hasta sus últimas consecuencias, al declarar a los antiguos esclavos ciudadanos de pleno derecho, algo que EEUU no hizo hasta 1865, cuando el Congreso federal aprobó la 13ª enmienda. En 1838, la isla polinesia de Pitcairn, poblada por descendientes de tahitianos y examotinados del HMS Bounty, se convirtió en el primer país en otorgar el voto a las mujeres.
Una historia interminable
La historia constitucional de las naciones está lejos de terminar, como demuestra la actual Convención Constituyente chilena y el intenso debate peruano sobre la conveniencia o no de seguir los pasos de su vecino para reemplazar la Carta de 1993. Los procesos constituyentes suelen ser hostigados porque implican muchas veces una condena radical del pasado.
La amplia perspectiva histórica de Colley –la longue dureé de la que hablaba Fernand Braudel– tiene una gran utilidad para entender acontecimientos políticos contemporáneos, especialmente en América Latina, donde se apela al poder constituyente con más frecuencia que en otras partes del mundo.
En sus 234 años, la Constitución de Estados Unidos ha tenido solo 27 enmiendas, una cada 10 años de media. Las otras cuatro más longevas son las de Noruega (1814), Países Bajos (1815), Bélgica (1831) y Luxemburgo (1842). Las cinco más recientes, Cuba (tras las reformas de 2019), Tailandia (2017), Costa de Marfil (2016), República Centroafricana (2016) y Zambia (2016).
‘Homo homini lupus’
Igual que hay constituciones que no se llaman de esa manera, también hay otras que sí son denominadas así pero no cumplen los mínimos requisitos para serlo. Según las doctrinas liberales, una Constitución solo debe establecer estructuras de gobierno que sirvan para crear un Estado de Derecho a partir de un simple principio: que no plantee lo máximo a lo que aspira una sociedad sino lo mínimo en lo que puede ponerse de acuerdo para gobernarse.
La piedra angular de la Constitución de 1778 son las normas que establecen la separación de poderes. Un gobierno democrático no es un fin en sí mismo sino un medio para asegurar la vigencia de los derechos políticos y civiles y las libertades públicas. En un gobierno sin límites, en cambio, el abuso es consustancial al poder político porque en él no impera la razón sino el miedo, como observó Hobbes cuando citó en su Leviatán (1651) el adagio de Plauto homo homini lupus.
Cada arreglo institucional específico responde a la historia y cultura de cada sociedad. Pero donde no hay una alternancia ordenada constitucionalmente, el poder queda reservado a quienes pueden ejercerlo por la fuerza, muchas veces con el aplauso popular. Una democracia solo puede existir si existen antes demócratas, que las constituciones no siempre crean.
La Constitución de la Unión Soviética de 1977 reconocía más derechos que la de EEUU. En América Latina, la expansión de derechos sociales suele utilizarse para encubrir intenciones autoritarias, con el poder constituyente utilizado para acumular más poder, suprimir controles, disolver congresos y avasallar tribunales.
La Constitución de Cuba abunda en derechos sociales pero no oculta su intención de preservar el régimen de partido único. “La defensa de la patria socialista es el más grande honor y el deber supremo de cada cubano”, dice su primer artículo. En realidad, lo que el régimen llama Constitución es su estatuto político. Venezuela ha repetido, a grandes rasgos, esa historia. La Constitución de 1961 no permitía convocar una Asamblea Constituyente. Pero el mismo día de su toma de posesión, Hugo Chávez firmó un decreto para eliminar los “obstáculos legales” que lo impedían.
Antídoto contra el pesimismo
En los últimos años, los países democráticos han comenzado a darse cuenta de que sus libertades no están aseguradas. En EEUU jamás nadie habría imaginado a un presidente llamando a ocupar el Capitolio por unos resultados electorales.
En Cómo terminan las democracias (1983), Jean-François Revel señaló que la izquierda antisistema había socavado desde dentro la democracia occidental aprovechándose de la “apatía, inconsciencia, frivolidad, cobardía o ceguera” de muchos demócratas. Revel anticipaba que pronto se cerraría ese “breve paréntesis” o “accidente” que habría de ser la democracia. El puñado de países que había “degustado sus frutos” volverían a confundirse con los que nunca salieron de la ignominia del despotismo. El libro de Colley, al mostrar la vitalidad y constante renovación de la tradición constitucionalista, es un bienvenido antídoto contra ese pesimismo.