Marcado por los riesgos sobre el terreno y las políticas de censura de los gobiernos, el periodismo de guerra se ha adentrado en otro mundo, más pasivo, alejado del frente.
Se trata, me temo, de una profesión en vía muerta”, concluía con tristeza John Simpson, redactor jefe internacional de la BBC en sus memorias de “corresponsal extranjero”. Mencionaba a su hijo, “que probablemente tendrá demasiado sentido común como para convertirse en periodista internacional. Si es que para entonces sigue existiendo este oficio”.
Parte de la prensa cumplió con su cometido, verificando las declaraciones de las autoridades y cuestionando las escenificaciones oficiales. Hay quien incluso quiso cubrir la guerra por libre, al margen de los pools. Los apodaban los “unilaterales” o los “gatos salvajes”. “No hay nada más incoherente para un periodista que una llamada al orden”, afirmó en unas célebres declaraciones un corresponsal de la televisión francesa. Sin embargo, apenas unos meses después de la mistificación de la “falsa fosa” de Timisoara durante la “Revolución” rumana, esta cobertura de la guerra del Golfo dio pie a una pérdida de credibilidad, que hoy en día siguen arrastrando los grandes medios, y dio cabida a otros actores de la información y la desinformación.
En 2003, la segunda guerra de Irak intensificó esta deriva. Conmocionados por los atentados del 11 de septiembre de 2001, temerosos de ir a contracorriente de una opinión pública sedienta de venganza, gran parte de los medios de comunicación norteamericanos transmitieron las acusaciones de la administración Bush contra Saddam Hussein. Hasta el punto de renunciar al papel que les exige la Constitución estadounidense: el de perro guardián (watchdog), garante de la integridad de las instituciones. Hubo honrosas excepciones a ese seguidismo, no solo en Estados Unidos, pero la credibilidad del conjunto de la prensa internacional recibió otro…