Laicismo y secularización: una historia de la duda
“A los judíos se les tenía prohibido indagar sobre el porvenir. La Torá les libraba del encantamiento del futuro al que sucumben quienes buscan conocimiento en los adivinos y el zodiaco. El mañana, sin embargo, no se convirtió en un tiempo vacío (…) en él, cada segundo era una pequeña puerta por la que podía pasar el Mesías”.
Walter Benjamin, Tesis sobre la historia (1942)
Los visitantes de las islas británicas suelen compartir una experiencia desconcertante: al acercarse a una iglesia de estilo Tudor o Estuardo –anglicana, metodista, baptista, presbiteriana…– se dan con la sorpresa de que, al haber sido desacralizadas, albergan hostales, comercios o restaurantes. Si en la Europa del siglo XVI era casi imposible no ser cristiano, hoy sucede casi lo contrario después de que Spinoza, Voltaire, Paine, Hume y Kant, entre otros muchos filósofos, construyeran sistemas moralmente coherentes sin necesidad de dogmas religiosos. Un siglo después de que Nietzsche declarara la muerte de Dios en Das sprach Zarathustra (1883), su profecía parece haberse cumplido en el Viejo Continente, que supone una anomalía en un mundo donde, fuera de China, casi todas las naciones profesan –formalmente o no– algún tipo de teísmo.
Aunque la reina Isabel II es la jefa de la Iglesia anglicana, un sondeo de 2015 encontró que el 43% de los británicos no tiene creencias o filiaciones religiosas, una cifra que llega al 70% entre los menores de 25 años. El antiguo núcleo de la cristiandad occidental ha entrado en una fase posrreligiosa con escasos precedentes históricos. La sexta parte de los italianos e irlandeses, la cuarta de los británicos, alemanes y españoles, y el 40% de franceses, noruegos, suecos y holandeses se declaran, según Eurostat, agnósticos o ateos. Entre 1930 y 2000, en Estados Unidos un 70% pertenecía y acudía con frecuencia a iglesias, sinagogas o mezquitas. En 2005 era el 64%; en 2010, el 61%, y hoy suman el 47%, una caída del 23% en una sola generación. Según escribe Ross Douthat en The New York Times, los evangélicos apoyaron a Donald Trump, nominalmente presbiteriano, porque vieron en él una figura protectora en un mundo que se aleja rápidamente de las religiones institucionales.
En Europa occidental, los cristianos practicantes oscilan entre 5% y 10% de la población, con lo que la identidad cristiana para la gran mayoría de sus ciudadanos es un rasgo residual o meramente cultural. Su vida cotidiana no tiene, por lo general, relación alguna con su fe. En una entrevista de 2019 en Le Nouvel Observateur, Olivier Roy dijo que en los tiempos de Schuman, De Gasperi y Adenauer, todos ellos católicos antifascistas, la cultura laica europea era un tipo de cristianismo secularizado. En la década de los sesenta se produjo, afirma, una ruptura clave: el rechazo a los valores tradicionales sobre la familia y la sexualidad, con lo que dejó de existir una moral natural compartida. Las tendencias culturales dominantes son hoy, por ello, la exclusión de lo religioso del espacio público y la folklorización del cristianismo.
De hecho, los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI dijeron en su momento que la cultura europea había vuelto a ser “pagana”. No es extraño. Desde El Vaticano podían ver cómo las Navidades se parecían cada vez más a las Saturnalias, la fiesta romana del solsticio de invierno, el 25 de diciembre, cuando nacía un nuevo sol que vencía a la oscuridad –Sol invictus– y que se celebraba con banquetes e intercambios de regalos en un ambiente carnavalesco.
Fuente: Pew Research Center
Los dilemas del laicismo
No es fácil, sin embargo, expulsar la religión de la vida pública. El pensamiento racional y científico ha minado las ideas religiosas, pero no el misterio de la existencia y de un universo con leyes físicas que han creado seres conscientes dedicados a descifrar sus secretos. Personajes de ficción de míticas películas de Hollywood como Sauron del Señor de los anillos, la obra de ficción más vendida del siglo XX, Darth Vader de Star Wars o Voldemort de Harry Potter encarnan, cada uno a su modo, el mal absoluto, mostrando lo arraigada que está en el imaginario colectivo la mitología de la lucha eterna entre el bien y el mal.
En Occidente han predominado dos respuestas políticas al hecho religioso. En EEUU, la primera enmienda (1791) prohíbe al gobierno federal intervenir en las prácticas religiosas de los ciudadanos. En Francia, en cambio, el principio de laicidad defiende la libertad colectiva frente a las instituciones religiosas. Mientras en EEUU el 4% se considera ateo, en Francia la cifra sube al 40%. Según el Observatoire de la Laïcité –un organismo asesor del gobierno que concibió Jacques Chirac en 2007 y creó François Hollande en 2012–, un 73% de los franceses apoya el laicismo republicano que estableció la ley de 1905 sobre la separación de las iglesias y el Estado para defender a este último de los integristas (católicos hace un siglo, musulmanes ahora).
«En febrero, el ministro del Interior francés, Darmanin, criticó las secciones de comida ‘halal’ en los supermercados y calificó a Le Pen de ‘blanda’»
El problema es traducir esos principios en políticas públicas viables en sociedades multiculturales. En El País, la escritora franco-argelina Kaouther Adimi recuerda que en febrero de este año, el ministro del Interior francés, Gérald Darmanin, criticó las secciones de comida halal (aceptable según las normas coránicas) en los supermercados y calificó a Marine Le Pen de “blanda”. Después del asesinato el 24 de abril en Rambouillet de una agente de policía a manos de un tunecino de 36 años, Le Pen dijo que había que expulsar a “cientos de miles de ilegales” para erradicar al islamismo.
Emmanuel Macron, que en Revolution (2017) escribió que la laicidad no era un instrumento para librar una batalla contra ninguna religión o excluir a nadie, ha anunciado el cierre del Observatoire. La ley contra el “separatismo islamista” que envió su gobierno a la Asamblea Nacional ha sido reforzada en el Senado, dominado por los conservadores, que incluyeron enmiendas que, entre otras cosas, prohibirán a las musulmanas menores de 18 años llevar velo en la calle.
Alemania ha optado por una vía intermedia, aunque también controvertida. El nuevo centro religioso que se construye en Berlín oriental –la Haus von Einem (Casa del Uno)– sobre una iglesia en ruinas, permitirá a cristianos, judíos y musulmanes rezar bajo el mismo techo. Cada confesión tendrá su santuario alrededor de un salón central que servirá de espacio de encuentro. Según Roland Stolte, un teólogo cristiano implicado en el proyecto, la religión se tiene que adaptar a los tiempos que corren, es decir, al ethos secular. The Guardian, sin embargo, señala que el templo representa la victoria del utilitarismo sobre la transcendencia: las divinidades que se van a venerar en la Haus von Enimen no serán el Dios de Israel, Cristo o Alá, sino la diversidad, el multiculturalismo y la corrección política.
Reforma y escepticismo
¿Existe algo especial en el cristianismo que hizo posible esa evolución? Es la pregunta que intenta contestar el último libro de Alec Ryrie, profesor de historia de la Cristiandad de la Universidad de Durham. Tres cuartas partes de Unbelievers están dedicadas al pensamiento radical de la Reforma de los siglos XVI y XVII en las islas británicas, una elección que Ryrie reconoce como explícita y deliberadamente anglocéntrica, pero que tiene un objetivo legítimo: demostrar que fue John Wycliffe y otros precursores del protestantismo quienes provocaron el surgimiento de la increencia moderna.
Una vez que Wycliffe, Lutero y Calvino comenzaron a atacar “supersticiones” católicas como la transustanciación o la autoridad papal, todos los demás dogmas cristianos, desde el nacimiento virginal a la resurrección, dejaron de estar protegidos del escrutinio y la crítica. Ryrie propone, además, otra tesis: así como la fe se fundamenta más en epifanías y experiencias espirituales que en teorías teológicas, también la increencia obedece más a reacciones emotivas que a racionamientos lógicos. Es plausible. Las experiencias con la psilocibina, el ingrediente activo de los hongos alucinógenos, que describe Michael Pollan en How to Change Your Mind (2018) son casi indistinguibles de las de místicos cristianos, sufíes y budistas o los cabalistas judíos: la disolución del ego en lo que Jung llamaba el inconsciente colectivo y Huxley, “las puertas de la percepción”.
«Según Ryrie, una vez que Wycliffe, Lutero y Calvino comenzaron a atacar ‘supersticiones’ católicas como la transustanciación o la autoridad papal, los demás dogmas cristianos dejaron de estar protegidos del escrutinio y la crítica»
Según Ryrie, la increencia existió como práctica mucho antes que en teoría. De Rerum Natura, un poema en latín de 7.400 versos escrito en el siglo I antes de Cristo por Tito Lucrecio Caro, combinó la física atomista de Demócrito y la filosofía moral de Epicuro para describir un universo desprovisto de dioses. En The Swerbe (2012), Stephen Greenblatt cuenta cómo Poggio Bracciolini, el mayor buscador de libros del Renacimiento, cambió la historia en 1417 cuando descubrió en un monasterio alemán el manuscrito de Lucrecio, que durante siglos se había dado por perdido. El poema influyó en la obra de Galileo, Freud, Darwin y Einstein. Sus huellas son incluso visibles, debido a Jefferson, en la declaración de independencia de EEUU.
Es difícil discrepar con esta teoría. La emotividad de L’Internationale, escrita en 1871 por Eugène Pottier y musicalizada en 1888 por Pierre Degeyter, convirtió a más personas al comunismo que todas las obras de Marx, Engels y Lenin juntas. Del mismo modo, sostiene Ryrie, la revolución contra el Ancien Régime se basó tanto en los escritos de Rousseau y Diderot como en los libelos anticlericales, las costumbres libertinas y las novelas pornográficas, muy populares antes de 1789.
Arqueología de la Biblia
En el siglo XX, las investigaciones sobre el “Jesús histórico” aceleraron la desmitificación del cristianismo que inició Renán en su Vie de Jésus (1863). Desde 1948, la creación del moderno Estado de Israel –y el trabajo de miles de excavadoras en la construcción de ciudades enteras– han desenterrando cientos de yacimientos arqueológicos con osarios, inscripciones y escritos que permiten descifrar la historia que subyace en las narraciones bíblicas.
El descubrimiento de los manuscritos de Qumrán en 1948 en las cercanías del mar Muerto y de los evangelios de Tomás y Felipe –entre otros textos del cristianismo gnóstico primitivo– en 1945 en Nag Hammadi, a un centenar de kilómetros de Luxor, han dado a los historiadores de la religión mayores evidencias sobre cómo se produjo la escisión entre la iglesia mesiánica de Jerusalén y la helenística que creó Pablo de Tarso, incorporando elementos neoplatónicos, dionisíacos y órficos en una religión mediterránea sincrética que Constantino convirtió en la oficial del Imperio romano en el concilio de Nicea, en el año 325.
Aunque es un ministro laico de la iglesia anglicana, Ryrie confiesa su “debilidad” por el ateísmo, que él mismo profesó de joven. Al final, sostiene que el secularismo no es el fin inevitable de la historia ni una implicación inevitable del progreso. El laicismo sería así un hecho contingente de una historia particular, recordando que Graham Greene, un católico que escribía novelas sobre dilemas morales, decía de él mismo que a veces “no creía en su propia increencia”.