Torrentes de bulos amplificados por unas redes sociales desatadas, choque frontal de narrativas, bunkerización de las esferas de la información partidista, dualización extrema entre prensa “liberal” y medios populistas: el conflicto entre Israel y Hamás es más que nunca una guerra de la información. Pero una cifra domina todas las reflexiones sobre la cobertura mediática: el número de periodistas muertos. Al menos 95, según el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés), y más de 120 según fuentes de la ONU, entre el 7 de octubre de 2023 y principios de marzo de 2024. Entre cinco y seis veces más que en Ucrania en dos años. Más que durante los 25 años de la guerra de Vietnam. Todas las víctimas, a excepción de cuatro periodistas israelíes muertos durante el asalto de Hamás y tres periodistas libaneses, eran palestinos.
Sin embargo, como Israel y Egipto han bloqueado el acceso a Gaza de la prensa internacional, si no es bajo control militar israelí, los periodistas palestinos, independientemente de que trabajen para medios locales o internacionales, son los únicos profesionales que pueden informar sobre el terreno. “Son nuestros ojos y nuestros oídos. Desempeñan un papel esencial a la hora de documentar los horrores de la guerra. Debemos protegerlos”, declaraba Jodie Ginsberg, presidenta del CPJ, en una entrevista concedida al Instituto Reuters para el Estudio del Periodismo el 15 de enero de 2024.
El enclave de Gaza se ha convertido en la zona cero de los corresponsales de guerra. Los periodistas trabajan allí en condiciones dantescas. Expuestos a los bombardeos y disparos israelíes, bajo amenaza constante de detención o intimidación, víctimas de recurrentes cortes de electricidad y de Internet, deambulan entre escenarios de muerte y hospitales desbordados, mientras se suceden las explosiones, los combates y las órdenes de evacuación del ejército israelí. Bajo el control de Hamás y, al mismo tiempo, sospechosos de ser sus intermediarios, se enfrentan también a la muerte y al sufrimiento de sus seres queridos. La tragedia de Wael al-Dahdouh, jefe de la oficina de Al Yazira, se ha convertido en un símbolo de las tribulaciones del periodismo. El 25 de octubre perdió a su esposa, a su hija de siete años y a su hijo de 15 en el bombardeo israelí del campo de Nuseirat, donde se habían refugiado. El 15 de diciembre, resultó herido tras una ofensiva con misiles al sur de Gaza. El 7 de enero, su hijo, periodista y cámara de Al Yazira, murió a consecuencia de un ataque israelí.
Desde aquel fatídico 7 de octubre, las asociaciones internacionales de defensa de la libertad de prensa han estado en alerta máxima, insistiendo en que los periodistas son civiles y están protegidos no solo por las Convenciones de Ginebra, sino también por las resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en concreto la Resolución 2222 adoptada en 2015, y por el artículo 8 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (CPI). La organización Reporteros sin Fronteras (RSF), conmocionada por el número de muertos, presentó el 31 de octubre de 2023 una denuncia ante la CPI por “crímenes de guerra cometidos contra periodistas muertos y heridos en acto de servicio”. La denuncia menciona también la destrucción intencionada, total o parcial, de las oficinas de más de 50 medios de comunicación en Gaza.
¿Asesinatos?
El número de periodistas asesinados plantea una cuestión de excepcional gravedad. “¿Fueron nuestras compañeras y compañeros atacados deliberadamente?”, se preguntaban a finales de octubre del año pasado un centenar de periodistas de los principales medios de comunicación franceses (AFP, Le Figaro, L’Obs, Libération, France Info, entre otros.). “Matar a periodistas que no participan en el conflicto es un crimen de guerra. Pedimos una investigación independiente y transparente sobre las circunstancias de su muerte”, añadían los firmantes.
Estas acusaciones de “atentar contra periodistas” son cada vez más frecuentes. “Israel asesina a periodistas palestinos. ¿Dónde está la indignación?”, escribía el periodista británico Chris McGreal en un artículo en The Guardian el 10 de enero de 2024. “Sin duda sería muy diferente si los muertos fueran periodistas estadounidenses o europeos”, añadía. Sin embargo, como señalaba la presidenta del CPJ, Jodie Ginsberg, “estamos en medio de una guerra, por lo que es extremadamente difícil establecer definitivamente si los periodistas están siendo atacados deliberadamente”.
El ataque del 13 de octubre de 2023 en Líbano, en el que murió Issam Abdallah, reportero de Reuters, y otros seis periodistas resultaron heridos, da una idea del desafío. Las investigaciones llevadas a cabo en los días siguientes por AFP, Reuters, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y Reporteros sin Fronteras dejan poco lugar a la duda sobre el origen israelí del atentado y la visibilidad de los periodistas. Aluden a una alta probabilidad de que el disparo fuera deliberado, pero no pueden probar que lo fuera.
“No atacamos a periodistas”, repiten sin cesar los portavoces del ejército israelí, argumentando que su país es “el único de toda la región donde la prensa puede criticar al gobierno”. Pero se enfrentan a una incredulidad cada vez mayor. En febrero, los relatores especiales de Naciones Unidas, entre ellos Irène Khan, Relatora Especial sobre la protección y promoción de la libertad de opinión y de expresión, declararon haber “recibido informaciones preocupantes”. “A pesar de ser claramente identificables, los periodistas han sido agredidos”, afirmaban, “lo que parece indicar (…) una estrategia deliberada de las fuerzas israelíes para entorpecer la labor de los medios de comunicación y silenciar el periodismo crítico”.
Frente a estas acusaciones, los partidarios de Israel cuestionan casi sistemáticamente la cualificación como periodistas de los corresponsales palestinos, a los que presentan como propagandistas o incluso agentes de Hamás. Pocos días después del 7 de octubre, un sitio proisraelí de seguimiento de los medios de comunicación llegó a insinuar que los periodistas gráficos de Gaza estaban al corriente de los preparativos de Hamás, aunque luego se retractó. Mientras tanto, miembros del gobierno israelí arremetían contra esos “periodistas terroristas”. El 9 de noviembre, la Asociación de Prensa Extranjera, la asociación de corresponsales extranjeros en Israel, advirtió de que estas declaraciones “fomentan la incitación contra los periodistas que documentan la guerra”. El 12 de enero, un portavoz israelí se hizo eco en numerosas ocasiones de esta supuesta equivalencia entre “periodismo palestino y terrorismo”. “He revisado la lista de periodistas palestinos asesinados y al menos 20 de ellos pertenecían a medios de comunicación afiliados a Hamás”, declaraba.
Por supuesto, “ningún periodista palestino es un observador neutral y ninguno de ellos pretende serlo. Todos están cubriendo y viviendo la guerra simultáneamente”, señalaba Yasmeen Serhan el 7 de diciembre de 2023 en un artículo del semanario Time, describiendo con empatía su difícil situación. Pero a pesar de su puño de hierro, Hamás está lejos de controlar a todos los periodistas en Gaza y, en particular, a los corresponsales locales de los medios de comunicación internacionales, que velan por proteger al máximo su libertad de informar. Como ha recordado Jodie Ginsberg, Hamás ha reprimido sistemáticamente a periodistas y medios de comunicación, y en particular a los que son cercanos a su rival palestino, Al Fatah, o a países considerados hostiles, como Arabia Saudí. A finales de febrero, altos ejecutivos y “grandes nombres” de más de 100 medios de comunicación internacionales, desde la periodista mexicana Marcela Turati hasta A. G. Sulzberger, del New York Times, escribieron una carta abierta expresando su solidaridad con los periodistas palestinos que informan desde el enclave.
Cada vez que se produce un “incidente”, el gobierno israelí promete “investigar el asunto”. Pero este compromiso ya no convence a los periodistas. La muerte de la conocida corresponsal de Al Yazira, Shireen Abu Akleh, el 21 de mayo de 2022 en Yenín, ya había marcado un antes y un después. Aunque las Fuerzas de Defensa de Israel (Tsahal), que inicialmente habían señalado con el dedo a grupos palestinos, reconoció finalmente “una alta probabilidad de que fuera un disparo accidental israelí” y pidió disculpas a la familia, su dilación se consideró un intento de “echar humo” y negar los hechos.
Un “enésimo intento”, añadían las organizaciones de periodistas. En mayo de 2023, un año después de la muerte de Shireen Abu Akleh, el CPJ publicó un análisis de 20 casos de periodistas (18 palestinos, un británico y un italiano) cuya muerte se había atribuido al ejército israelí durante 22 años de conflicto. En ninguno de ellos, señalaba el CPJ, no se había llevado a cabo una investigación seria ni transparente. “El resultado es siempre el mismo. Nadie rinde cuentas”. Este informe es todavía más embarazoso para Israel porque la asociación, con sede en Nueva York, no puede ser sospechosa de parcialidad propalestina. Sus más altas instancias están integradas por periodistas del establishment mediático estadounidense e internacional que están “por encima de toda sospecha”, desde Alessandra Galloni, directora de Reuters, hasta Julie Pace, directora ejecutiva de Associated Press, pasando por David Remnick, director de The New Yorker o Alan Rusbridger, ex director de The Guardian.
¿Parcialidad?
La cuestión de la parcialidad está en el centro de todas las polémicas. Algunos manifiestan abiertamente su parcialidad. En Estados Unidos, los medios de comunicación que conforman el vasto ecosistema conservador, desde National Review hasta Fox News, pasando por las páginas de opinión del Wall Street Journal y el sitio ultraderechista Breitbart News, apoyan a Israel tenga o no razón. Frente a ellos, un número mucho más reducido de medios de comunicación, como Arab American News y The Palestine Chronicle, defienden la causa palestina con la misma firmeza.
Pero es sobre todo la gran prensa de referencia (The New York Times, The Washington Post, CNN, Associated Press), aquella en la que se apoyan los responsables políticos para dar sentido a los acontecimientos caóticos, la que está bajo la estrecha vigilancia de los autoproclamados alabarderos de la información. Se descifra cada palabra, cada frase, cada titular, cada vídeo, cada opinión. La cantidad de tiempo de antena que se concede a cada bando, la credibilidad de cada colaborador, la fiabilidad o imparcialidad de las fuentes citadas o entrevistadas, todo se somete a un minucioso escrutinio.
Los medios citados se tambalean bajo las acusaciones más radicales de ambos bandos. Por un lado, se acusa a The Washington Post de “transmitir ciegamente las cifras de Hamás sobre víctimas civiles” y a los reporteros de The New York Times se les describe como “taquígrafos de Hamás”. Por otro lado, se reprocha a estos dos periódicos, como a otros importantes medios de comunicación, su “sesgo proisraelí”, su “’cobertura desproporcionada’ de las víctimas israelíes en comparación con las palestinas” o incluso “su reticencia a cubrir las acusaciones de genocidio formuladas contra Israel”. Oficialmente, se trata de “corregir” errores o faltas, pero sobre todo de intimidar a las redacciones más atrevidas, o incluso de despedir a los periodistas cuestionados.
Estas polémicas, a veces exacerbadas por acusaciones de antisemitismo o islamofobia, han invadido el corazón mismo de las redacciones, dando testimonio, como señalaban Laura Wagner y Will Sommer en The Washington Post el 9 de noviembre de 2023, de “las divisiones y frustraciones” provocadas por la forma en que se ha tratado el conflicto. Mona Chalabi, ilustradora de The New York Times y ganadora del Premio Pulitzer de 2023, no ha dudado en criticar a su propio periódico y deplorar la “asimetría en la cobertura del conflicto”, ya sea en el lenguaje utilizado o en la importancia relativa concedida a las víctimas. A mediados de noviembre, más de 1.500 periodistas estadounidenses firmaron una carta en la que denunciaban el “ataque deliberado a periodistas” por parte del ejército israelí y acusaban a los grandes medios de comunicación de desacreditar “las perspectivas palestinas, árabes y musulmanas”.
Generación Sarajevo
Sin embargo, estas acusaciones cruzadas distorsionan la realidad del panorama mediático estadounidense por sus generalizaciones. Es cierto que los medios “liberales” aluden casi sistemáticamente a los horrores del 7 de octubre y al “derecho de Israel a defenderse” antes de lamentarse por la suerte de los civiles de Gaza, pero esta precaución no atenúa sus críticas a la respuesta israelí. En The New York Times, columnistas veteranos como Tom Friedman y Nicholas Kristof no han tenido pelos en la lengua a la hora de criticar al gobierno israelí, y periodistas y fotoperiodistas han cubierto sin concesiones la intervención en Gaza. En la CNN, acusada por algunos de sus detractores de trabajar “a la sombra de la censura militar israelí”, los periodistas demostraron su determinación de “hacer su trabajo”, sin miedo ni favoritismos. En diciembre, la jefa de corresponsales de la sección internacional de la cadena, Clarissa Ward, no solo entró en Gaza sin escolta israelí, sino que elaboró reportajes sin ambigüedades sobre la brutalidad de los bombardeos y la magnitud del sufrimiento y la destrucción. “Como Grozny, Alepo o Marioupol, Gaza seguirá siendo uno de los grandes horrores de la guerra moderna”, declaraba el 14 de noviembre. Su compañera Christiane Amanpour, principal presentadora de noticias internacionales, tampoco ha rehuido la tragedia humanitaria en Gaza, y ha invitado a su plató a numerosas voces críticas con Israel. Una parte de la prensa judía, como Forward, heredera del famoso periódico neoyorquino en yidis Forvets, fundado en 1897, también ha cubierto el conflicto con rigor y ha dado voz a los que se muestran hostiles a la política israelí.
«Los medios de comunicación internacionales son conscientes de los riesgos de la guerra en las zonas urbanas, pero también de su deber y de su derecho a informar sobre un conflicto de proporciones devastadoras y de gran repercusión mundial»
Estos ejemplos reflejan un creciente malestar y un lento “giro” dentro del establishment liberal estadounidense ante las décadas de colonización de Cisjordania y la derechización de los gobiernos en el poder en Jerusalén. También reflejan una realidad generacional: una parte importante de los periodistas “liberales” que pueblan las grandes redacciones de referencia se formaron en la memoria del Holocausto y la reivindicación del “deber de proteger” y el “derecho a intervenir” para salvar a las poblaciones en peligro. Esta generación Sarajevo, como a veces se la llama, se forjó en las guerras etnonacionalistas o religiosas, en la antigua Yugoslavia y Ruanda, o en los fiascos occidentales en Irak, Afganistán y Libia. Su brújula es el derecho Internacional Humanitario. Los crímenes de guerra y la justicia internacional forman parte de su función, de su misión. Este planteamiento, a menudo inspirado en el de organizaciones de defensa de los derechos humanos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, exige lógicamente que todos los “actores de la guerra” sean juzgados por el mismo rasero jurídico, y que se espere aún más rectitud de países que, como Estados Unidos e Israel, alardean de su democracia. La credibilidad de estos periodistas es todavía mayor porque no tienen ninguna lección que aprender en materia de lucha contra el antisemitismo y no han dudado un solo segundo, en nombre de esos mismos principios, en condenar en los términos más duros la violencia cometida por Hamás.
¿Fin de los corresponsales de guerra?
El número de periodistas palestinos muertos refleja el carácter indiscriminado de la respuesta desencadenada por Israel, pero también revela la determinación del Estado israelí de impedir cualquier forma de información independiente en Gaza. Para la prensa internacional, la trampa es completa: por un lado, ningún periodista extranjero ha sido autorizado a entrar en el enclave, excepto con las unidades de las Fuerzas de Defensa, y la prensa israelí, en sintonía con una población traumatizada y asqueada por el 7 de octubre, “no cubre”, salvo raras excepciones, “el sufrimiento en Gaza”, como afirmaba Gideon Levy, del diario israelí de centroizquierda Haaretz; por otra parte, prácticamente toda la información perturbadora que sale de Gaza sin pasar por el filtro israelí es denunciada como propaganda de Hamás, aunque provenga de la ONU o de Médicos Sin Fronteras. Un callejón sin salida informativo. La situación empeoró con la aprobación por la Knesset, a principios de abril, de una ley que permite prohibir la emisión en Israel de canales extranjeros acusados de “atentar contra la seguridad de Israel”, medida dirigida principalmente contra Al Yazira.
Salir de este callejón es extremadamente difícil. La Inteligencia de Fuentes Abiertas (OSINT, por sus siglas en inglés), el recurso a la información de fuentes públicas (vídeo, redes sociales, satélites, etc.) y las entrevistas a través de plataformas de comunicación han permitido desactivar los bulos y aclarar, es decir, a menudo complicar, incidentes controvertidos, ya sea en relación con las masacres del 7 de octubre o con la explosión en el aparcamiento del hospital Al Ahli al Arabi de Gaza el 18 de octubre. Pero la OSINT “tiene sus límites”, como señala Gretel Kahn, del Instituto Reuters para el Estudio del Periodismo. No sustituye a la presencia sobre el terreno. Los medios internacionales, con centenares de enviados especiales en la periferia de Gaza, son conscientes de los riesgos de la guerra en las zonas urbanas, pero también de su deber y de su derecho a informar sobre un conflicto de proporciones devastadoras y de gran repercusión mundial. Por eso han hecho numerosos llamamientos a Israel y han apelado, sin éxito, al Tribunal Supremo israelí para que anule la prohibición de acceso a Gaza. También han hecho llamamientos a los gobiernos. “La muerte de tantos periodistas tiene un claro y profundo impacto en la capacidad de la opinión pública, incluida la estadounidense, de estar informada sobre un conflicto con implicaciones locales, regionales y globales”, escribía el CPJ en una carta dirigida a Joe Biden el 10 de enero.
Mucho está en juego en este pulso, porque someterse a las reglas israelíes, como ayer a los dictados de Rusia en Grozny o de Siria en Homs, equivaldría a aceptar la derrota del periodismo de guerra y dejar espacio a la propaganda cruzada y a la desinformación caótica u organizada. “Es imposible comprender la magnitud de la muerte y la destrucción cuando se está fuera de Gaza”, escribían los periodistas de The New York Times el 30 de enero.
Decir que este conflicto es una de las pruebas más exigentes para el periodismo internacional es quedarse corto, porque pone en tela de juicio los fundamentos de su integridad y de su credibilidad: la búsqueda de la verdad, la independencia de todos los implicados en el conflicto y, más trágicamente que nunca, el sentido de la humanidad. Obliga a cada periodista a definir sus valores y su misión. Al servicio del derecho de la opinión pública a saber. Incluso si, sobre todo si, no quiere saber.