Un detallado examen de la realidad venezolana de la última década revela un cuadro distinto de la interpretación convencional. Venezuela confirma la regla según la cual la abundancia de recursos naturales induce al parasitismo y asfixia el desarrollo.
Existe la idea estereotipada de que el ascenso al poder en Venezuela del presidente Hugo Chávez es evidencia de una reacción en contra de la globalización, del capitalismo al estilo norteamericano, de la corrupción y la pobreza. La feroz retórica antiglobalización de Chávez, su sólida alianza con Fidel Castro, su acercamiento a Sadam Husein y a Muammar el Gaddafi, su antiamericanismo y su simpatía hacia las guerrillas colombianas y otros grupos insurgentes en América Latina, han atraído la atención mundial. La popularidad entre los venezolanos de su mensaje anticorrupción y antiglobalización se percibe como manifestación de un sentimiento popular, que tiene eco a escala mundial.
Para muchos, lo ocurrido en Venezuela simboliza la respuesta popular contra una prolongada concentración del poder en manos de una pequeña oligarquía de políticos corruptos y sus aliados en el mundo de los negocios. La situación venezolana ha sido utilizada como evidencia de la incipiente reacción planetaria contra las ideas políticas, las políticas económicas y las relaciones internacionales que dominaron los años noventa; es decir, la democracia liberal, las reformas de mercado y la globalización.
Sin embargo, un examen detenido del caso venezolano revela, más bien, una serie de lecciones diferentes. Al contrario de lo que se piensa, el país ha padecido una insuficiente integración con el resto del mundo. El problema de Venezuela no es el de una excesiva globalización, sino de su limitada integración con el resto del mundo. Igualmente, sus dificultades económicas y su deterioro social no son consecuencia de las reformas de mercado, sino de su fracaso en reformar la economía. Por otra…