A pesar de que durante muchos años se centrase en la economía, la integración europea ha sido siempre un proyecto basado en valores compartidos: la democracia, los derechos humanos y el Estado de Derecho. Bien lo sabemos en España, que durante tantos años tuvo que quedar al margen.
A menudo se señalan, no sin razón, las limitaciones de la política exterior europea. Sin embargo, la Unión Europea sí ha logrado ejercer una influencia mayor en los países de su entorno a través de su política de ampliación. La condicionalidad de la adhesión, en virtud de la cual la Unión proporciona incentivos para que el país candidato cumpla las condiciones y avanzar en la negociación, ha sido muy eficaz. Tras la caída del Muro, la Unión ejerció una influencia sin precedentes en la reestructuración de las instituciones de los países de Europa Central y Oriental. Un proceso notable de gobernanza externa, dicen algunos.
Sin embargo, al ser la perspectiva de la adhesión el estímulo de los candidatos, cabía temer que la influencia de la UE y el proceso de europeización se debilitasen tras la adhesión. En los años noventa, los Estados miembros, conscientes del desafío que constituía la adhesión de democracias poco consolidadas que se habían caracterizado en el pasado, precisamente, por la sistemática vulneración de los derechos fundamentales y del Estado de Derecho, quisieron dotar a la Unión de instrumentos para reaccionar si se vulnerasen grave y persistentemente los valores europeos.
Así se estableció primero un mecanismo sancionador, recogido en el artículo 7 del Tratado, que preveía incluso la privación del derecho de voto al Estado en cuestión, pero que requería primero la unanimidad de los demás Estados miembros.
Tras la crisis vivida en Austria en 2000, que llevó a un gobierno de coalición al FPÖ, un partido que se…