El hemisferio norte vive una rápida y profunda reordenación de las relaciones internacionales, incubada desde el ascenso de las potencias emergentes y acelerada por la llegada de la administración de Donald Trump y la salida de Reino Unido de la Unión Europea. Europa corre el riesgo de quedar encajonada entre una Rusia agresiva, la nueva Turquía otomana y un norte de África y Oriente Próximo minado.
Este complejo nuevo escenario no solo debe preocuparnos como europeos, también pone en peligro aquello que Europa representa en el mundo: la voluntad de construir relaciones internacionales basadas en las normas, el diálogo y el multilateralismo, vertebradas desde democracias pluralistas comprometidas con los derechos humanos y las libertades individuales.
Al mismo tiempo, el nuevo desorden global brinda la oportunidad de reforzar los lazos con quienes compartimos una visión y una misión para la agenda del mundo en el siglo XXI. Unos vínculos que deben ser protegidos, cuidados y fortalecidos por convicción y hoy, como nunca, por interés. En este sentido, las relaciones entre la UE y América Latina y el Caribe cobran un nuevo significado y disfrutan de una ventana de oportunidad inmejorable. La región es un socio clave para hacer frente a los desafíos actuales desde una agenda común: reivindicar un crecimiento inclusivo que permita erradicar la pobreza, promover la paz y la seguridad, imponer una gobernanza exigente y sostenible de la globalización, la defensa de la igualdad de género, la lucha contra el cambio climático, la transformación digital o la gestión de la migración.
La asociación entre las dos regiones se asienta en estrechos lazos históricos y culturales, humanos y económicos; desde profundos flujos migratorios a fuertes y crecientes intercambios de comercio e inversión o la defensa de valores compartidos. Pero esas relaciones requieren un impulso y un marco más coherente en…