En octubre de 1985 me invitó el Círculo de Economía de Barcelona a hablar sobre la política exterior en la transición. Analicé entonces el hecho notable de que la transición interior española, la que nos condujo desde un régimen autoritario a una Monarquía parlamentaria, se cumplió en un plazo más breve que la transición exterior, la que tendría por objeto situar a la España democrática en el lugar que le corresponde entre las naciones. Hecho notable, porque, a primera vista, parece este segundo proceso más fácil que el primero, o por lo menos así nos lo parecía a quienes, en torno a Adolfo Suárez, echamos sobre nuestros hombros hace diez años la tarea, interior y exterior, que se conoce ya en la historia reciente con el nombre de transición política.
En febrero del año pasado tuve ocasión de tratar este punto ante el Congreso de los Diputados, en el curso del debate de política exterior que precedió a la convocatoria del referéndum sobre la OTAN. Señalé entonces la responsabilidad que tiene el Partido Socialista, primero, y el Gobierno socialista, después, en ese retraso de la transición política exterior. El tiempo transcurrido desde entonces no ha quitado actualidad a la cuestión: la política exterior de la España que nace con la Monarquía parlamentaria, de la España que se estructura con la Constitución de 1978, es todavía una asignatura pendiente, como lo prueban, una vez más, las declaraciones que hizo el presidente del Gobierno al “Washington Post” el 9 de mayo de 1987.
Me propongo continuar ahora mis reflexiones de 1985 y 1986. Analizaré primero, con brevedad, la situación presente; luego, las razones profundas y lejanas de nuestra inmadura política exterior, para justificar, por fin, la atribución de responsabilidades políticas que acabo de hacer.
La confusión como norma
El período constituyente…