En noviembre de 2018, el gobierno de Francia de Emmanuel Macron anunció una subida de impuestos a los carburantes –que pasaron de 44,6 euros por tonelada a 55 euros– como señal de su compromiso con los objetivos pactados de descarbonización. Desde un punto de vista de pura eficiencia económica, la medida tenía todo el sentido. Para cambiar los patrones de consumo es inevitable que comencemos por lo básico: encarecer las energías más contaminantes a través de impuestos más altos. Desde el punto de vista de las metas climáticas, la medida también parecía obvia. Desde 1990, el transporte es el único sector donde las emisiones han continuado creciendo (un 33%). Es poco realista pensar que manteniendo impuestos bajos a la gasolina o al diésel –o directamente subvenciones, como en España– vamos a alcanzar el compromiso de ser libres de emisiones de gases de efecto invernadero en 2050.
Pese a la coherencia de la medida, Macron tuvo que dar marcha atrás. Los “chalecos amarillos” (gilets jaunes) se echaron a la calle y la historia que vino después es bien conocida. Los manifestantes sostenían que la política era un castigo desproporcionado a la clase trabajadora y a los residentes de las zonas rurales y suburbanas. Eran ellos –y no los residentes en los barrios ricos de París– quienes necesitaban sus vehículos para desplazarse a sus centros de trabajo o realizar actividades cotidianas. Efectivamente, un problema de subir los precios del petróleo es que la demanda es muy inelástica: para mucha gente conducir no es una opción. Por esa razón, este tipo de medidas tienen un impacto desproporcionado en las rentas bajas.
¿Iba Macron a comprarles un Tesla para que pudieran abandonar su viejo coche que consumía mucho combustible? Las clases trabajadoras ya tenían suficiente con la precariedad, la desaparición de sus empleos como consecuencia de la globalización y el cambio tecnológico, y estaban apenas levantando cabeza tras la última crisis financiera de 2008. Las protestas se volvieron masivas y violentas. En verano de 2019, Francia contaba con más de 1.700 policías y 2.500 manifestantes heridos como consecuencia de los disturbios. Su indumentaria se volvió simbólica: todos los conductores están obligados a llevar chalecos amarillos en sus vehículos. La política de Macron no solo era una afrenta a sus bolsillos, también era una política que iba, de algún modo, en contra de su modo de vida.
Lo que parecía una política incuestionable en las sofisticadas cenas del barrio latino de París, resultaba un agravio inaceptable para miles de familias en los suburbios. El último Eurobarómetro reflejaba otra cara del mismo problema. Mientras que un 30% de europeos que se autodenominan de clase media-alta eligió el cambio climático como “el principal problema al que se enfrenta la humanidad”, entre los autodenominados clase trabajadora esa cifra era solo del 12%.
La historia se repetía poco después en Ecuador cuando se anunció la eliminación de las ayudas a la gasolina como parte de un paquete de medidas para corregir el limitado margen fiscal. Ambos ejemplos ilustran bien el reto político clave al que se enfrenta la transformación energética en ciernes: nos hemos propuesto cambiar de arriba abajo nuestro modelo productivo en muy poco tiempo, pero –aunque el lenguaje de la transición justa está ya en todas partes– quizá no hemos tenido suficientemente en cuenta los retos de economía política a los que nos enfrentamos si queremos tener éxito.
Las metas climáticas
Lo cierto es que, hasta el momento, no vamos demasiado bien para alcanzar las metas marcadas. En junio de 2021, la Unión Europea acordó una reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero del 55% para 2030 respecto a los niveles de 1990. Una parte central del paquete legislativo Fit for 55 anunciado era extender el régimen de comercio de derechos de emisión de la UE (ETS, por sus siglas en inglés) al petróleo y al diésel, así como a los combustibles para calefacción doméstica. El ETS es un sistema que establece un tope en la cantidad de emisiones y permite el comercio de permisos de emisión. La idea es que aquellos que más contaminen se vean obligados a comprar esos derechos cada vez más caros. De nuevo, una buena y valiente política, pero como explicaba el historiador Adam Tooze recientemente, el fantasma de los chalecos amarillos se reactivó en las capitales europeas. Pascal Canfin, europarlamentario del partido de Macron, En Marche, y presidente del comité de Medio Ambiente del Parlamento Europeo, concluyó que aquella propuesta era un “suicidio político”.
Suicidio o no, la realidad es que no existen muchas más alternativas. Los últimos datos disponibles para España señalan que en 2019 las emisiones de gases de efecto invernadero habían crecido un 13,2% respecto a los niveles de 1990. La irrupción de la pandemia y el consiguiente freno a la actividad las redujeron notablemente. Tanto es así que, en 2020, las emisiones de CO2, el gas de efecto invernadero más importante, habían disminuido alrededor de un 10% respecto a las de 1990. Sin embargo, con la recuperación, las últimas previsiones de la Agencia Internacional de la Energía (AIE) señalan un repunte de las emisiones globales hasta situarlas cerca de los niveles pre-Covid. Esto significa que, durante la próxima década, debemos disminuir anualmente nuestras emisiones cerca de un 7% para conseguir el hito fijado por la UE. No tanto como el equivalente a una pandemia anual –las emisiones de gases de efecto invernadero se redujeron un 13% en 2020, según datos del ministerio para la Transición Ecológica–, pero casi.
No cumplir los objetivos será mucho peor para todos. Empezamos a vivir las consecuencias del cambio climático: el hielo polar se está derritiendo, el nivel del mar no deja de subir y los fenómenos meteorológicos extremos son cada vez más frecuentes. Si la temperatura del planeta sigue aumentando, también amenazará la biodiversidad, habrá un aumento de la mortalidad relacionada con el calor extremo y la exposición a partículas y se producirán grandes migraciones. Según un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en 2015, las proyecciones sugieren que, de no tomarse medidas adicionales, el impacto sobre el PIB será de entre un 1% y un 3,3% en 2060. Sabiendo que llevamos muchos años con un amplísimo consenso científico respecto a la urgencia de frenar el cambio climático, el lector se preguntará: pero ¿por qué no hemos reaccionado antes? En esto también la economía política es central.
¿Por qué no hemos reaccionado?
Cualquier estudiante de economía se habrá encontrado antes con esta historia. Candela y Pedro son dos pastores cuyas ovejas se alimentan de un pasto compartido. Hay suficiente para alimentar a todas las ovejas de los dos rebaños. Pero si a las ovejas se les permite pastar en exceso, la hierba se secará y morirá, en cuyo caso no habrá suficiente hierba verde para mantener a todas las ovejas sanas y productivas. Candela y Pedro pueden acordar poner a sus ovejas en un recinto todas las tardes, lo que les permite pastar por las mañanas y mantener el pasto regenerándose de forma adecuada. O bien pueden decidir no colaborar y que cada pastor permita que sus ovejas pasten libremente todo el día. Si Candela espera que Pedro deje que sus ovejas pasten sin control, entonces tendrá sentido para ella hacer lo mismo con las suyas. Pero –y aquí está el problema– incluso si espera que las ovejas de Pedro solo pasten medio día, Candela puede optar siempre por dejar que sus propias ovejas pasten libremente todo el día. En lenguaje de teoría de juegos, los incentivos a no cooperar siempre son más altos que los de cooperar. De modo que ambos pastores permiten que su ganado paste todo el día, y el resultado es el deterioro del pasto hasta que los dos se quedan sin nada.
Este resultado es tan malo que en teoría de juegos se llama “la tragedia de los bienes comunes”. El dilema es un ejemplo de un problema social más amplio –y crucial–: la dificultad de mantener un comportamiento cooperativo en sociedades complejas. En el caso del cambio climático, el reto es mayúsculo: los países tienen incentivos evidentes para ser free riders o gorrones y asumir los mínimos costes posibles de la transición.
«Las políticas verdes que encarecen bienes de primera necesidad tienen efectos redistributivos negativos visibles»
Un segundo problema es el que los economistas llaman “el fenómeno de la inconsistencia temporal”. En muchos casos, en nuestras decisiones diarias nos encontramos con objetivos contradictorios. Por ejemplo, queremos estar fuertes y delgados cuando llegue el verano, pero al mismo tiempo queremos comernos, ahora, un trozo más del delicioso pastel de almendras que ha preparado nuestra madre. El mismo problema aplica a los ahorros para nuestra pensión: todos sabemos que ahorrar pronto es importante. Eso permitirá acumular más intereses y tener una mayor cantidad de dinero con menos esfuerzo cuando nos retiremos. Sin embargo, siempre encontramos una forma de gastarnos el dinero para alguna satisfacción inmediata que no podemos contener. Los agentes económicos acostumbramos a tener un sesgo hacia el presente, y lo mismo sucede con los políticos. Aunque estén convencidos de que en el futuro los costes climáticos serán enormes si no toman medidas suficientes, preferirán no asumir ahora el doloroso coste político de tomar medidas que pueden resultar perjudiciales para las elecciones de pasado mañana.
El tercer problema es también complejo de solventar. Las políticas para limitar la temperatura del planeta tienen unos ganadores difusos –los jóvenes y las siguientes generaciones que podrán disfrutar de un planeta sano– y unos perdedores muy concretos –que asumen los costes inmediatos de esas políticas y que votan en las siguientes elecciones–. Como hemos aprendido estas últimas semanas con la subida del precio de la luz, las políticas ambientales que encarecen bienes de primera necesidad como la energía y los combustibles tienen efectos redistributivos negativos muy visibles.
Además, existe una desigualdad de base en la lucha contra el cambio climático, pues las emisiones están muy relacionadas con la renta. El último Informe sobre la Desigualdad Mundial señala que en 2019 el 10% más rico del mundo fue responsable de aproximadamente la mitad de las emisiones de CO2, mientras que el 50% más pobre emitió un 12% del total. Sin embargo, el impacto negativo de las medidas se distribuye justo al revés. Por ejemplo, en un artículo de EsadeEcPol, Alberto Gago, Jose María Labeaga y Xiral López-Otero estudian las consecuencias redistributivas de aumentar los impuestos a los carburantes y concluyen que la reducción en la renta de los hogares no es progresiva, más bien todo lo contrario. Las familias en los deciles más bajos tendrían una mayor pérdida de renta que las situadas en el último decil.
A esto hay que añadir el convulso contexto político y social. Desde los años noventa hemos sido testigos de grandes disrupciones –globalización, crisis financiera, digitalización y más recientemente la pandemia– que han golpeado con más fuerza a los más vulnerables. Eso se ha traducido en un sentimiento de desprotección y descontento que ha desembocado en una creciente fragmentación política y en el auge de partidos populistas a los dos lados del tablero. El resultado son gobiernos más débiles y que se enfrentan a mayor competencia en las urnas. En ese escenario, el coste político de asumir costosas reformas necesarias –pensiones, políticas climáticas– resulta cada vez más alto.
Pero, ¿quiénes pierden y quiénes ganan?
Desde una perspectiva internacional, los primeros damnificados con la transición son el petróleo, el gas natural y el carbón, las fuentes energéticas más contaminantes. Según la AIE, la demanda de estas materias primas disminuirá entre 2020 y 2050 un 75%, un 55% y un 90%, respectivamente. Las naciones con grandes reservas de combustibles fósiles y cuya economía dependa en gran medida de la gestión y explotación de estas serán las más perjudicadas. Es más, en muchos casos, el daño no solo será económico, sino que también conllevará la pérdida de poder e influencia en la escena geopolítica. Los principales exportadores de petróleo del mundo, como Irak, Rusia y Arabia Saudí, forman parte de este grupo.
Por otro lado, las naciones ricas en minerales clave para el desarrollo de las renovables como el litio, el zinc, el cobalto o el cobre, y las que reúnan las características climáticas para poder aumentar la presencia en el mix energético de la fotovoltaica y la eólica serán las claras ganadoras. En este otro grupo se encuentra España, gracias al elevado número de horas solares anuales, y países como Chile, Australia o República Democrática del Congo por su dotación de materias primas.
En términos económicos, la transición energética se traduce en que buena parte del stock de capital instalado –edificios, máquinas y vehículos– quedará económicamente obsoleto y tendrá que ser sustituido antes de alcanzar el final de su vida útil. En consecuencia, la producción potencial del país disminuirá en el corto plazo. En determinados sectores económicos, este reto será más fuerte que en otros. En el caso del sector energético, el transporte, la industria y la construcción supone enfrentarse a un shock negativo de oferta, similar al de la crisis del petróleo de los años setenta, cuando un recurso esencial subió enormemente de valor en muy poco tiempo.
«La transición ecológica supondrá un aumento del precio de la energía y del transporte en un contexto de alta pobreza energética»
La obligada transformación de la industria requerirá, además, un nuevo tipo de mano de obra, que generará muchos nuevos empleos pero que también supondrá la pérdida de muchos otros. Los productores de automóviles europeos advierten de que la prohibición de los motores de combustión en 2035 va a poner en riesgo 500.000 empleos. Las transiciones de este tipo son más complejas políticamente de lo que uno podría pensar, como muestra en España la experiencia del desmantelamiento de la minería del carbón en el norte de Castilla y León, o la de las industrias de astilleros en el norte. En la película Los lunes al sol de Fernando León de Aranoa, los protagonistas son un grupo de amigos empleados en los astilleros de Vigo que, pasados los 40 años, pierden su trabajo tras el cierre de la empresa. La película muestra cómo, para estos hombres, la pérdida de su empleo supone también la pérdida de su propia identidad: pierden sus rutinas, su lugar de socialización, su estatus dentro de la comunidad y su autoestima.
Asimismo, finalmente la transición ecológica supondrá un aumento del precio de la energía y de los medios de transporte tradicionales en un contexto de alta pobreza energética, perjudicando en mayor medida a los más vulnerables. El actual incremento del precio de la luz se debe, en parte, a esta situación. El Banco de España señaló en un informe publicado en agosto de 2021 que un 20% de la subida se explicaba por el aumento del precio de los derechos de emisión de CO2. En ese momento, el precio por cada tonelada emitida era de aproximadamente 50 euros. La media de diciembre se situaba cerca de los 80, muy próximo al nivel señalado por la High-Level Commission on Carbon Prices consistente con limitar el aumento de la temperatura de la Tierra. Esto significa que hasta que no tengamos un parqué de renovables suficientemente grande y se desarrollen las tecnologías de almacenamiento, la dependencia de la generación con combustibles fósiles encarecerá el precio de la electricidad. El problema es que, tal y como señala un informe de EsadeEcPol, la pobreza energética es un problema estructural en España. Según Eurostat, en 2020 más del 10% de la población no pudo mantener su hogar a una temperatura adecuada y un 9,6% declaró retrasos en el pago de sus facturas. Teniendo en cuenta que las familias de renta baja dedican un mayor porcentaje de su presupuesto a cubrir sus necesidades energéticas, el incremento de precios les afectará de forma desproporcionada.
¿Qué hacer y qué no hacer? Dos ejemplos
En la lucha contra el cambio climático hay disponible un amplio abanico de políticas con distinto nivel de efectividad y efectos redistributivos. La llegada de los fondos europeos amplifica la necesidad de priorizar entre todas ellas. Pedro Linares y Marta Suárez-Varela ofrecen en un informe de EsadeEcpol una guía para clasificar las políticas en función no solo de su capacidad para reducir emisiones, sino también de su impacto en la creación de empleo, la facilidad de implementación y el choque en el crecimiento económico en el largo plazo. En el corto y medio, la instalación de renovables o la rehabilitación de edificios tendrían un impacto positivo en creación de empleo. Sin embargo, señalan que ninguna de las medidas tendrá un efecto duradero sobre la economía si no se acompañan de formación de profesionales cualificados y de un impulso a la innovación que permita reorientar la industria.
Un buen ejemplo de una política efectiva que tiene en cuenta el problema de economía política es el Climate Action Incentive Payment Amounts que puso en marcha el gobierno de Justin Trudeau en Canadá en 2019, tras implantar un impuesto federal sobre el carbono con aplicación en las provincias que no contaban con un sistema propio de tarificación de la contaminación. Para limitar su impacto en la población de esas regiones, el gobierno aprobó un pago directo a los hogares a través de la declaración de la renta. La cuantía depende de la situación personal –estado civil, número de hijos– y de la provincia en la que se reside. Las personas que viven en zonas rurales recibirán un 10% más que aquellos que residen en ciudades, para tener en cuenta el hecho de que usan más energía y no tienen tantas alternativas de transporte público. Sin embargo, el pago es independiente del nivel de renta, lo que significa que los hogares con menor consumo energético, generalmente los de menores ingresos, se beneficiarán más de la medida que aquellos con mayor consumo.
En el otro extremo se encuentra la subvención a la compra de vehículos. En abril de 2021 el gobierno español aprobó el Plan Moves III que subvenciona con hasta 7.000 euros la adquisición de un vehículo eléctrico y hasta un 70% la instalación de puntos de recarga en el marco del Plan de Recuperación. El objetivo es loable –promover la transición hacia la movilidad eléctrica– y el mecanismo es sencillo, reduce la inversión inicial necesaria para la compra de un vehículo eléctrico y la infraestructura necesaria para recargarlo. Sin embargo, las evaluaciones de subvenciones para la renovación del parque móvil pasadas indican que es una medida ineficiente y regresiva. En primer lugar, la política no incentiva la demanda, pero sí provoca un aumento de precios en una cuantía similar a la de la subvención. En segundo lugar, las rentas altas, que son quienes disponen del capital financiero para la compra de estos vehículos, serán los principales beneficiarios. Por tanto, estas subvenciones tendrán un efecto redistributivo limitado y probablemente acabarán en manos de quien, en ausencia del plan, habría sustituido igualmente su vehículo.
Estos ejemplos plantean una reflexión más profunda sobre el papel del Estado en esta transición que desborda los objetivos de este texto. El economista de la London School of Economics Nicholas Barr publicó hace años un monográfico llamado “The Welfare State as a Piggy Bank: Information, Risk, Uncertainty and the Role of the State”. El planteamiento de Barr era sencillo. El Estado no solo debe estar para hacer las funciones de Robin Hood –la redistribución tradicional de ricos a pobres–, sino también para asegurar a los ciudadanos frente a riesgos inesperados para los que no tenían por qué haberse preparado.
En estos tiempos de profundas transiciones, en el que uno puede perder su empleo porque le ha sustituido un robot o verse con el agua al cuello porque se ha doblado el precio del diésel, el papel del Estado como asegurador de última instancia recobra una nueva dimensión. ●