Lo verdaderamente trágico de Yemen es que, en un primer momento, el país logró evitar la guerra civil. A diferencia de Siria o de Libia, el levantamiento de su Primavera Árabe no presagió una violencia inmediata. Durante un tiempo hubo esperanzas de que el país pudiese ser testigo de una transferencia de poder pacífica. Un mecanismo de aplicación negociado por las Naciones Unidas diseñó una transición de dos años que debía ser la piedra angular de la retirada del presidente Ali Abdalá Saleh en noviembre de 2011, su sustitución por un líder provisional, el vicepresidente Abd Mansur al Hadi en febrero de 2012, y una Conferencia de Diálogo Nacional (NDC, por sus siglas en inglés) concebida para guiar la reforma constitucional antes de las nuevas elecciones al cabo de dos años.
Sin embargo, pronto surgieron los problemas. El principal punto del acuerdo de la ONU –la protección de los centros de poder tradicionales para evitar la guerra– demostró ser también su talón de Aquiles. Los grandes ganadores fueron el nuevo presidente Hadi y un pequeño círculo de leales, por un lado, y el veterano partido Al Islah, así como algunos personajes del régimen anterior críticos con Saleh, por otro, incluida la influyente familia Ahmar y el general Alí Mohsen, durante mucho tiempo aliado del expresidente. Todos ellos utilizaron el proceso de la ONU para incrementar su participación en el gobierno y el ejército a costa de Saleh.
Sectores importantes de la población, entre ellos los huzíes –un movimiento de resurgimiento chií zaydí del norte– y muchos de los manifestantes jóvenes del principio, rechazaron la iniciativa de la ONU porque consideraron que protegía los intereses de los partidos políticos del régimen y a las élites que los apoyaban. Los activistas del movimiento del sur (Al Hirak), algunos de los cuales también…