La (supuesta y tan mentada) promesa incumplida
El papel de Dresde
Las ciudades atraen el interés y sus nombres entran en los libros de historia por los motivos más variados. En el caso de Dresde, sería razón suficiente la Madonna Sixtina, expuesta en la pinacoteca de los Maestros Antiguos. Derrotado el nazismo, el óleo estuvo un tiempo custodiado en Moscú, donde la vio Vasili Grossman y le dedicó un ensayo que entrelaza la obra de Rafael y la amenaza de exterminio nuclear de resultas de la guerra fría (Eterno reposo y otras narraciones, Galaxia Gutenberg, 2013). Dresde también evoca la tormenta ígnea que devoró su centro histórico y la vida de más de veinte mil civiles en uno de los últimos ataques aéreos de los aliados, a partir de la lectura quizás de Matadero cinco de Kurt Vonnegut o de Sobre la historia natural de la destrucción de W. G. Sebald. Fue además en Dresde donde Dostoievski escribió Los demonios, la novela en que abordó más abiertamente que las ideologías radicales se extienden por contagio. Pero otras veces las razones parecen ser fruto del azar. En Not One Inch: America, Russia and the Making of Post-Cold War Stalemate, Mary E. Sarotte, profesora de historia de la Johns Hopkins, nos lleva a un Dresde más próximo en el tiempo, el de diciembre de 1989, recién caído el muro berlinés —acontecimiento del que fue testigo como estudiante— e iniciado el desmantelamiento de la RDA. Su ensayo es el más exhaustivo hasta la fecha sobre las relaciones ruso-estadounidenses con la ampliación de la OTAN como hilo conductor. Escrito con estilo ágil y tono equilibrado, abarca desde 1989 hasta la ascensión de Putin tras unas elecciones tuteladas por Borís Yeltsin, cuyo entorno familiar estaba en el punto de mira de la fiscalía por corrupción.
«Su ensayo es el más exhaustivo hasta la fecha sobre las relaciones ruso-estadounidenses con la ampliación de la OTAN como hilo conductor. Escrito con estilo ágil y tono equilibrado, abarca desde 1989 hasta la ascensión de Putin tras unas elecciones tuteladas por Borís Yeltsin»
Sarotte señala dos noches concretas que hoy se han vuelto relevantes para todos y que entonces lo fueron en particular para dos hombres. En la primera, el funcionario del KGB de mayor rango apostado en Dresde se dirigió a unas pocas decenas de manifestantes que se habían acercado a su cuartel general, donde se guardaba información clasificada sobre empresas pantalla, espionaje industrial y planificación de operaciones encubiertas. En un sosegado alemán, el oficial les dijo que, si intentaban acceder al interior, abrirían fuego. Fue tan convincente que la manifestación se disolvió de forma pacífica. Aquel oficial era Vladímir Putin, quien improvisó ante un vacío (por lo menos aparente) de poder: cuando solicitó telefónicamente refuerzos a Moscú, la capital dio la callada por respuesta. Según su propio relato, aquel silencio emanado por la “parálisis de poder” le persiguió durante años. La segunda noche fue la del 19 de diciembre: un Helmut Kohl renuente a visitar la RDA antes de las vacaciones se sorprendió a sí mismo en Dresde dando un discurso no lejos de la sede del KGB ante un “un mar de banderas de la RFA”. Aquel inesperado fervor popular por la unificación cambió su postura sobre la idoneidad de acelerar la reunificación, sin reparar en costes, para antes de las siguientes elecciones. Kohl lo recordaría como su “momento crucial” y así se lo hizo saber a la multitud: su principal objetivo sería “la unidad de nuestra nación”. Conllevaba la orden implícita de que la maquinaría política y diplomática del canciller trabajara a todo gas para lograr ese cometido, cuyos principales escollos eran el ejército soviético y el armamento nuclear desplegados en la Alemania Oriental. Y, por supuesto, el papel de la OTAN en la nueva configuración, pues surgía el problema de que un país miembro viera excluido parte de su territorio, la ex-RDA, en el que, además, estaría su nueva capital, Berlín.
Un relato polifónico
Estas vicisitudes especificadas en el primer capítulo (“Dos noches de Dresde”) dan una idea de la textura de la obra, de referencia desde que apareció en febrero. No circunscrita al ámbito diplomático, se esfuerza en tejer un contexto polifónico a la hora de construir una línea argumental coherente a lo que es una cronología endiablada en múltiples frentes, no solo los de la Unión Soviética (luego la Federación de Rusia) y los Estados Unidos. Uno de los grandes aciertos es dar peso suficiente a países considerados a menudo satélites de las potencias, como el Grupo de Visegrado o las repúblicas Bálticas, cuyo capital moral acumulado tras décadas sin libertad desarmó a Bill Clinton en los cara a cara. La insistencia de las nuevas democracias en extender las garantías del art. 5 de la OTAN hacia el este —incluso antes de la disolución del Pacto de Varsovia en el caso húngaro— en aras de la estabilidad europea no es anecdótica. Como recordó el 20 de noviembre de 2002 en Berlín Václav Havel, entonces presidente de la República Checa: “Si los siglos pasados fueron testigos de cómo las grandes potencias se repartían los países europeos más pequeños sin pedirles la opinión, la actual ampliación de la OTAN porta un mensaje inequívoco de que la era de tales divisiones ha terminado de una vez por todas. Europa ya no está dividida, ni debe volver a estarlo nunca, por encima de sus pueblos y contra su voluntad en cualquier esfera de interés o influencia”. Para millones de ciudadanos de Europa Central y del Este, que vivieron la disolución de la Unión Soviética como una liberación y vieron cómo se desarrollaban sus democracias bajo el paraguas de la OTAN, la ampliación de la Alianza fue un acierto indiscutible.
Lo que Sarotte sugiere en su relato de los hechos, apoyándose en más de un centenar de entrevistas personales y, sobre todo, de un ingente material documental, tanto de particulares como oficial (con una parte importante desclasificada por primera vez), es que eso mismo fue percibido por otros actores como una catástrofe y una fuente de humillación, al margen de la equidad de ese juicio y de si era razón suficiente para arruinar lo que ofrecía el momento histórico: un nuevo orden cooperativo y de confianza mutua, por no hablar de un tratado de no proliferación de armas nucleares más ambicioso e, incluso, definitivo. Según dos ex embajadores de Estados Unidos en Moscú, ni Bush ni Clinton supieron calibrar que la desintegración soviética era, para Rusia, lo más parecido “al desplome de un imperio”. Sabemos que Rusia no ha hecho un ajuste de cuentas con ese pasado de represión y dominación. La clausura de la organización Memorial en 2021 fue toda una declaración de principios. Esta problemática ambivalencia (la de las dos apreciaciones irreconciliables de una misma historia) hace de Not One Inch una solvente aproximación a la complejidad del proceso, expuesto en todo momento a un sinfín de variables y contingencias: guerras, golpes de Estado, escándalos, vuelcos electorales, presiones de terceros, interpretaciones erróneas, etc.
Entender el presente
La investigación de Sarotte es tristemente pertinente desde el 24 de febrero, empezando por el título. Entendida como la parte que cierra su trilogía que inició con 1989: The Struggle to Create Post-Cold War Europe y siguió con The Collapse: The Accidental Opening of the Berlin Wall, lo es además porque en los discursos y ruedas de prensa del presidente ruso en diciembre de 2021 y en febrero del presente año se presentó la invasión a Ucrania como algo inevitable ante las decisiones de los “políticos occidentales irresponsables”. La principal irresponsabilidad —aparece ya en la cuarta frase del discurso del 24 de febrero— habría sido “la expansión de la OTAN hacia el este”. La insistencia en esta razón concreta (que luego ha ido mutando en otras, lo que viene siendo el modus operandi de la política de comunicación rusa) en el momento del ataque al país vecino no es baladí, pues expone una justificación que luego será citada, repetida y, en muchos casos, tomada por válida sin ponerla en cuestión. Para el inquilino del Kremlin, por supuesto, el resto de los países que no son Estados Unidos carece de voz propia y, como estados “satélites”, no solo aceptan y “repiten como loros” lo que Estados Unidos quiere oír, sino que además “adoptan con entusiasmo las reglas que les ofrece”.
«Que la Casa Blanca prometió a Gorbachov no expandirse hacia el este se ha convertido en un mantra (…) que pretende invalidar todo lo que va delante de la conjunción. Me refiero a esos enunciados del tipo: ‘La invasión de Ucrania es una violación del derecho internacional, pero…’»
Que la Casa Blanca prometió a Gorbachov no expandirse hacia el este se ha convertido en un mantra transversalmente aceptado en una gran variedad de oraciones adversativas que pretenden invalidar todo lo que va delante de la conjunción. Me refiero a esos enunciados del tipo: “La invasión de Ucrania es una violación del derecho internacional, pero…”. Como apunta Sarotte en su introducción —aunque parezca una obviedad, hay que recordarlo aún hoy—, en procesos de la envergadura de la ampliación de la OTAN y la transición rusa (truncada) a la democracia nunca hay una sola causa que lo explique todo, ni siquiera casi todo. Y, siempre que es preciso, la autora hace entrar en escena la situación doméstica de cada país, pues la política interior y la exterior son vasos comunicantes, no esferas independientes. ¿Se puede creer que el diálogo entre ambas potencias no se vio influenciado, en un bando, por las alternancias de los partidos en el poder, las presiones de los republicanos y las demandas de los votantes de origen polaco a Clinton, o por el caso Lewinsky, y en el otro, por el acoso y derribo a Gorbachov, los tanques ante la sede del parlamento en 1993, la guerra chechena, la afición a las bebidas de alta graduación de Yeltsin, la inflación galopante o la mala praxis con las ayudas económicas que se enviaban a Moscú?
Pero no nos olvidemos de la supuesta promesa de la administración estadounidense por boca de James Baker a Mijaíl Gorbachov, en febrero de 1990, que no fue sino una pregunta retórica de un hipotético trato que luego no se reflejó en ningún documento: si prefería una Alemania unificada fuera de la OTAN, libre para rearmarse, o una vinculada a la OTAN, con la condición de que esta no avanzara un centímetro más de su configuración de entonces, promesa que los alemanes habían ya propuesto por iniciativa propia para conseguir la retirada del ejército soviético. Pues bien, este pasaje de la historia ocupa una pequeña fracción de la primera de las tres partes en la que está divido el libro, que comprende los años 1989-1992, esto es, los de la unificación alemana y la primera ampliación de la OTAN, la de la antigua RDA, así como la disolución de la URSS y la alternancia política en Washington.
«La autora hace entrar en escena la situación doméstica de cada país, pues la política interior y la exterior son vasos comunicantes, no esferas independientes»
Pasaron muchas cosas en muy poco tiempo, y por la parte alemana cundió el principio de Helmut Kohl: recoger la siembra antes de que llegue la tormenta. La tormenta era un recambio de Gorbachov que no fuera como Gorbachov, es decir, que volviera a la dialéctica de la fuerza bruta. Si en un momento dado, a pesar de la alarma de los resultados de las primeras elecciones en Rusia que dieron la victoria a la línea dura, hubo una nueva (y última) oportunidad de entendimiento y cooperación con Yeltsin, como un segundo deshielo después del de Gorbachov, rápidamente —abordado en el tercer capítulo, de 1995 a 1999— las relaciones se volvieron a dañar hasta la actual situación, en la que el presidente ruso parece guiarse por aquel impulso que intentó definir Jean Améry: “el resentimiento clava a cada uno de nosotros en la cruz de su pasado arruinado” y exige, de manera absurda, que “se dé la vuelta a lo irreversible”. Las guerras frías son largas, apunta Sarotte, y los deshielos, breves, por eso no pueden desperdiciarse. Cómo pudo ser que en tan solo una década se agotaran todas las oportunidades es una pregunta que atraviesa el libro, teniendo en cuenta que Bush y Kohl, en 329 días, consiguieron la unificación alemana y la primera ampliación hacia el este de la OTAN. Y aquí, tal vez, estuvo el origen de todo: la vinculación de lo primero con lo segundo, ya que la caída del muro y el avance territorial del art. 5 espolearon las expectativas del resto de miembros del Pacto de Varsovia de cambiar de alianza defensiva.
La importancia del ‘cómo’
“La expansión de la OTAN fue una respuesta justificada a los retos de la década de 1990 y a los ruegos de las nuevas democracias de Europa Central y Oriental. El problema fue cómo se produjo”, sostiene Sarotte. Not One Inch desbroza ese “cómo” con una argumentación clara y elocuente, lo que lo convierte en una buena lectura para quienes basan su discurso en una Rusia cuya política exterior sería básicamente reactiva (esto es, si Rusia ataca es que antes se ha sentido amenazada) y obvian el marco mental y las derivas de su política interior. De todo el proceso, Sarotte salva la propuesta elaborada durante la administración Clinton por el general John Shalikashvili, nacido en Polonia de familia georgiana, de la Asociación para la Paz, que establecía distintos grados de relación con la OTAN, lo que llevaría a cumplir varios objetivos: 1) permitiría periodos de adaptación flexibles de los países con aspiraciones a la plena integración, lo que permitiría manejar el factor tiempo y evitar precipitarse; 2) facilitaría el control de la amenaza nuclear; 3) acabaría con una línea divisoria dura entre dos bloques por otra más difusa, que no dejaría en tierra de nadie a países como Ucrania.
De hecho, Ucrania tiene un papel importante en Not One Inch como poseedora del tercer arsenal nuclear mundial en aquella década. La Asociación por la Paz, de la que formó parte Rusia, parecía encontrar el difícil equilibrio entre los dos imperativos excluyentes a los que se enfrentaba Estados Unidos: que cada país tuviera la libertad de decidir su destino sin importar la reacción de Rusia o priorizar el acompañamiento de la frágil democracia rusa. “La tarea de quienes se dedican a la política de más alto nivel consiste en determinar cuál es el movimiento inteligente y cuándo ejecutarlo”, leemos. Y a pesar de los resultados bastante satisfactorios en sus primeros compases, la Asociación acabó relegada por decisiones internas funestas de Rusia, por la aceleración que tomó la cuestión de la seguridad europea derivado de los Balcanes o por la pujanza del partido republicano estadounidense, muy proactivo con la ampliación. Por eso, Clinton acabó por decantarse por un cambio de estrategia más ambicioso con pocos filtros y sin tener demasiado en cuenta la aplicabilidad del art. 5 en todo el territorio de la OTAN. Así, el Tratado Atlántico se convirtió para algunos en una alternativa a la Unión Europa como paraguas para la estabilidad y la democratización. Se confirmaba una dinámica —Sarotte usa la metáfora del torniquete, que una vez pasado no permite volver atrás— que no había dejado de producirse desde 1989 en la que cada decisión limitaba las opciones a largo plazo para una cooperación duradera con Rusia.
«Se confirmaba una dinámica —Sarotte usa la metáfora del torniquete, que una vez pasado no permite volver atrás— que no había dejado de producirse desde 1989 en la que cada decisión limitaba las opciones a largo plazo para una cooperación duradera con Rusia»
El fin de la guerra había sido un triunfo para las libertades y la seguridad mundial, pero, citando a Baker, Sarotte recuerda que “todo logro contiene en su éxito la semilla de un problema futuro”. Ese futuro es el actual presente, en el que, “aprovechando sus activos militares, Rusia ha alterado el equilibrio geopolítico existente”. Como advirtió Yeltsin a Strobe Talbott, subsecretario de Estado, “Rusia se levantará de nuevo”. Lo que estaba por ver era con qué actitud hacia los países vecinos, si como iguales o con la vieja pulsión imperialista.
Not One Inch es un ejemplo paradigmático de que los historiadores tienen la ventaja de la perspectiva temporal respecto al estrecho campo visual de quienes viven los acontecimientos de primera mano. En sus memorias, los actores principales acostumbran a “mejorar” sus actuaciones. Este era el consejo de Churchill: si quieres una imagen favorable de ti, escribe tú mismo el relato. Y la expansión de la OTAN en los noventa es aún demasiado cercana en el tiempo y muchos de sus protagonistas han dado sus versiones, a veces no del todo fieles. El esfuerzo de cotejo de las distintas versiones con registros documentales hace de Not One Inch un sobresaliente aporte a la comprensión de una década que está marcando nuestro actual siglo. En sus conclusiones, Sarotte toma como epígrafe esta frase de la Premio Nobel Svetlana Alexiévich: “Tenemos que volver a esperar un nuevo tiempo, porque perdimos nuestra oportunidad en los noventa”. Ese nuevo tiempo, tras la invasión de Ucrania, no se vislumbra en el horizonte, ni siquiera en cuanto a nuevos tratados de control de armas. Aunque, a la luz de esta obra, las administraciones estadounidenses intentaron en todo momento no debilitar a la persona al mando —primero Gorbachov y, luego, Yeltsin—, hasta el punto de modificar su agenda, por ejemplo, cuando se acercaban comicios en Rusia, no se supo evitar un fracaso cuyas consecuencias tendrán un alcance que todavía no conocemos. Los primeros encuentros de Putin y Clinton ya dejaron ver que la ventana de oportunidad se había cerrado.