El sistema de seguridad en España no está diseñado para un entorno complejo y cambiante. La presidencia del gobierno debe contar con un órgano dedicado al análisis de riesgos y prioridades, a la coordinación de la política de seguridad y a la gestión de crisis.
Solo unos meses antes de los atentados ocurridos en Madrid el 11 de marzo, bastaba repasar algunos titulares de los medios de comunicación para encontrarnos con problemas de seguridad ajenos a nuestras percepciones tradicionales. Mientras los ciudadanos occidentales disfrutaban del ambiente navideño, los miembros de las fuerzas de seguridad y de protección civil se empleaban a fondo para que pudieran pasear seguros por El Vaticano, coger un tren en Chamartín o concentrarse en Times Square. Las campanadas de Nochevieja se celebraron en algunas grandes ciudades bajo severas medidas de seguridad, varias compañías aéreas tuvieron que cancelar sus vuelos a Estados Unidos ante el riesgo de una acción terrorista o discutir con las autoridades la presencia de agentes armados embarcados, y algunos representantes e instituciones europeas recibieron paquetes-bomba; por no mencionar otros problemas como las pandemias de origen animal, los escándalos financieros o la transferencia de tecnología nuclear.
En una encuesta realizada por Gallup para el último foro de Davos (enero 2004), el 58 por cien de los europeos entrevistados opinaba que la seguridad de su país está ahora peor que hace diez años (el 17 por cien opina lo contrario); el 64 por cien cree que la siguiente generación vivirá en un mundo menos seguro (sólo el 15 por cien cree que vivirán más seguros); el 42 por cien cree que la seguridad internacional es mala (17 por cien opina lo contrario) y el 27 por cien que es mala la seguridad nacional. El pronóstico empeora para los próximos 10 años: el 37 por cien cree que empeorará la seguridad internacional y el 29 por cien la nacional (frente al 22 por cien y el 27 por cien, respectivamente, que cree que mejorará).
En España, el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas de diciembre de 2003 situaba el terrorismo y la inseguridad ciudadana entre las tres primeras preocupaciones sociales españolas y, de cara al futuro, mostraba la creencia de que se incrementarán los conflictos armados y el terrorismo internacional (58,7 por cien y 55,1 por cien, respectivamente) en los próximos 10 años. Estas evaluaciones pesimistas, independientemente de su nivel de subjetividad, reflejan una creciente incidencia de la seguridad en la vida cotidiana de los ciudadanos y justifican por qué estas cuestiones se han convertido en prioritarias en la agenda política.
Los países desarrollados se enfrentan a nuevas amenazas y riesgos, ajenos a su cultura tradicional de seguridad. Hasta ahora se las habían arreglado para mantener fuera de sus fronteras problemas estructurales de la seguridad internacional como los desequilibrios de riqueza, las tensiones demográficas y medioambientales o las actividades criminales a gran escala. Sin embargo, la globalización facilita la filtración transfronteriza de esos riesgos desmitificando la protección de las fronteras o la separación entre seguridad interior y exterior, como señala la estrategia de seguridad de la Unión Europea de diciembre de 2003. Es cierto que se han despreocupado de las amenazas militares tradicionales, pero, en su lugar, se han visto implicados en la proliferación de crisis cada vez más complejas que escapan al control militar.
En nuestro caso, el riesgo militar es ahora residual, pero España no ha podido desmovilizar ni transformar su capacidad de defensa tanto como otros Estados europeos que carecen de reivindicaciones territoriales en sus fronteras o cuyo nivel de compromiso internacional es más limitado. Por el contrario, España comparte con sus vecinos los riesgos no militares derivados de la globalización, aunque agravados, si cabe, por su situación geográfica. De acuerdo con la última Revisión Estratégica española de 2003, el declive de las amenazas militares ha coincidido con el auge de nuevos riesgos como el terrorismo internacional, la proliferación de armas de destrucción masiva (ADM) nucleares, químicas y radiológicas y de sus sistemas de lanzamiento.
Si atendemos a la UE, ésta se considera amenazada por el terrorismo, la proliferación de ADM, los conflictos regionales, los Estados fallidos, el crimen organizado y, sobre todo, por alguna combinación de los anteriores como una acción terrorista acompañada de medios de destrucción masiva, una hipótesis que el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) considera más que probable. Sin embargo, un enfoque más amplio de la seguridad que viene nos obligaría a considerar nuevos riesgos que plantean graves problemas adicionales a la seguridad española.
El informe sobre crimen organizado de Europol de 2003, con datos de 2002, muestra un incremento cuantitativo de grupos criminales transfronterizos, que pasan de 3.000 a 4.000 y cuentan con entre 30.000 y 40.000 miembros. En el caso de España, el ministerio del Interior estima que hay unas 600 bandas organizadas, sólo la décima parte de las cuales actuaría exclusivamente dentro del territorio nacional. Son datos que avalan la tendencia a la transnacionalización del riesgo.
La seguridad que viene, y a la que se dedica este artículo, describe cómo los cambios de riesgos y percepciones están cambiando el modelo de seguridad tradicional de los Estados y les obliga a transformar más que a modernizar sus políticas en este campo. El 11-M es el argumento más dramático e inmediato para avalar el cambio del sistema, pero las contradicciones afectan a muchos más factores que el terrorismo. Lo que se pretende resaltar es la necesidad de reflexionar sobre los efectos, magnitud y variedad de esos cambios y diseñar con anticipación una estrategia de adaptación que permita evaluarlos antes de que se desborde la capacidad del sistema para asimilarlos.
Reparto de papeles en el nuevo escenario
La seguridad se ha ido diversificando en múltiples facetas que afectan a la seguridad nacional de los Estados o a la individual de sus ciudadanos. Los riesgos medioambientales, financieros o tecnológicos derivados de la globalización influyen cada vez más en la seguridad del propio país, al tiempo que los derivados de la transnacionalización de las actividades criminales atañen a la vida cotidiana de la gente. La seguridad se abre a nuevos campos relacionados con el transporte aéreo, las emergencias complejas, la prevención de riesgos, la protección de las infraestructuras críticas, la gestión de los tráficos ilícitos, el control de los riesgos financieros, el gobierno electrónico, las acciones contraterroristas o la protección de los derechos humanos, entre muchos otros. No repercuten en la supervivencia de las sociedades, pero sí sobre su bienestar económico, democrático o sanitario.
Para hacer frente a este escenario de riesgos múltiples, los Estados cuentan con agentes especializados como las fuerzas armadas, las fuerzas y cuerpos de seguridad, los servicios de inteligencia, el sistema judicial, los cuerpos de aduanas y tantos otros como la complejidad de la seguridad ha ido haciendo necesarios. Gradualmente, se han incorporado al escenario de la seguridad actores no estatales como las organizaciones criminales, los grupos terroristas y, también, nuevos productores de seguridad subestatales, públicos o privados, que han asumido responsabilidades de seguridad a medida que los agentes estatales han ido delegando en ellos algunas de las misiones que ejercían de forma exclusiva o, también, porque estos actores han encontrado nuevos nichos en el mercado de la seguridad que los Estados han renunciado a cubrir. Éstos han articulado mecanismos de cooperación intergubernamental creando regímenes y organizaciones internacionales de seguridad en las que han delegado el ejercicio de algunas de sus responsabilidades. La cooperación institucional ha establecido normas y procedimientos que regulan el comportamiento y los conflictos entre los miembros, quienes disponen de mecanismos y políticas que complementan sus capacidades de seguridad en aquellas zonas donde son más dependientes.
Esta idea del multilateralismo como complemento y límite a la acción estatal se comparte sustancialmente desde perspectivas realistas e transnacionalitas. Sin embargo, el multilateralismo tiene unos límites que se ignoran tanto desde postulados idealistas, empeñados en generar expectativas desmedidas sobre las posibilidades de las instituciones, como desde posiciones antiestatales, decididas a vaciar de funciones a los Estados, confundiendo complementariedad con sustitución.
Las organizaciones internacionales son actores indiscutibles en el sistema internacional que, como afirma el profesor Robert Keohane, prescriben comportamientos, condicionan la actividad y configuran las expectativas de los Estados miembros. Sin embargo, estas instituciones cuentan menos en el ámbito de la seguridad que en otros de las relaciones internacionales porque su dependencia de los medios nacionales es abrumadora, tanto para cumplir las misiones actuales como para adaptarse a los nuevos riesgos. Al igual que ocurrió tras la guerra fría, cuando organizaciones como las Naciones Unidas o la OTAN no estaban preparadas para afrontar operaciones de mantenimiento de la paz y necesitaron casi una década para especializarse, los nuevos riesgos han cogido a las organizaciones sin la experiencia, conocimiento o recursos necesarios para hacerles frente. Riesgos como los atentados terroristas con ADM, los tráficos ilícitos, la delincuencia informática o los ciberataques carecen hoy de marcos institucionales solventes para luchar contra ellos y facilitar la cooperación policial, judicial y de inteligencia.
Al mismo tiempo, las organizaciones internacionales pierden cohesión en la medida en que los riesgos esenciales y globales no afectan a todos por igual. Cada Estado miembro decide en función de sus intereses particulares más que de los valores comunes y la respuesta de la organización es poco predecible. Tampoco disponen de recursos ilimitados ni están exentas de errores de gestión, por lo que tienden a fijar sus compromisos a aquéllos que pueden asumir con garantías. Por esa razón, la seguridad que viene demandará instituciones multilaterales flexibles que se adapten a la evolución de los riesgos y produzcan una cooperación multilateral “eficaz”, como reivindica la estrategia de seguridad de la UE. Tras el 11-S, la UE aprobó un enérgico Plan de Acción para luchar contra el terrorismo cuya eficacia disminuyó a medida que se desmovilizó y fragmentó la percepción del riesgo terrorista. Después del 11-M, la UE no sólo debería preocuparse por las nuevas medidas multilaterales a adoptar sino también por la forma de asegurar su eficacia.
La nueva estructura internacional de seguridad se caracteriza por la dispersión de sus protagonistas dada su desigualdad tecnológica, presupuestaria e instrumental tanto a la hora de consumir seguridad como a la de producirla. Al no darse una sustitución de riesgos, sino una acumulación, la seguridad multidimensional que viene exige recursos adicionales que escapan al alcance de muchos y, como consecuencia, el sistema internacional proporciona una seguridad discriminada en el sentido de que no todas las partes gozan de los mismos niveles de seguridad individual ni tienen garantizado por igual el acceso a los mecanismos colectivos. La posición de cada actor en la nueva estructura de seguridad no depende exclusivamente de su capacidad militar o diplomática, sino de la variedad y calidad de instrumentos policiales, económicos, medioambientales o de inteligencia, entre otros, a su disposición.
Todos los actores son sensibles a los riesgos de la seguridad que viene, pero su vulnerabilidad depende de su capacidad de adaptación. En esa nueva estructura, la seguridad de cada nación depende de su posición jerárquica y ésta de su capacidad, por lo que los actores estatales, y dentro de ellos los más capaces, tienen mayores niveles de seguridad mientras que los más pequeños se tornan irrelevantes para contribuir a la seguridad internacional y a la individual.
La inseguridad que viene no afecta tanto a la legitimidad de los Estados para monopolizar la respuesta coactiva como a su eficacia para hacerlo. Hoy por hoy, la seguridad en todas sus variantes es una competencia primaria de los Estados que preservan su titularidad y sólo ellos rinden cuentas ante sus ciudadanos de sus decisiones. Los Estados seguirán siendo los titulares de la seguridad, como recoge el proyecto de tratado constitucional aprobado por la Convención Europea, y preservarán esa competencia dentro del núcleo de su soberanía. Sin embargo, su ejercicio depende de la propia capacidad de los Estados, ya que como se reconoce en éste y otros documentos de la UE, se ven obligados a compartir o transferir el ejercicio de sus competencias cuando no pueden ejercerlas por sí mismos. Así, hay problemas derivados de la globalización, como los medioambientales o los de la evolución tecnológica que escapan al control estatal y deben gestionarse en foros supranacionales, mientras que hay funciones de seguridad que pueden realizarse ahora por actores subestatales, públicos o privados, en mejores condiciones de coste y eficacia que por los estatales.
«Hay problemas como los tecnológicos o medioambientales que escapan al control del Estado»
Para garantizar la gobernabilidad, los Estados deben redistribuir y coordinar las viejas y nuevas funciones con los actores tradicionales y los recién llegados. Cada país tendrá un escenario de seguridad, formado por una matriz en la que se entrecrucen los riesgos y capacidades de cada momento, y un procedimiento para revisar más a menudo esa matriz y adaptarla a los cambios. Este sistema de redistribución multidimensional por funciones y multinivel por actores plantea problemas de gestión de carácter técnico –las variables se modifican e interactúan constantemente– pero también de naturaleza política porque la responsabilidad compartida genera fricciones entre los distintos Estados, servicios y departamentos implicados.
La especialización y la división del trabajo aconsejan a los países concentrar sus recursos en las prestaciones de seguridad donde ostentan ventajas comparativas respecto a los demás actores potenciales subestatales o supranacionales. Como se verá más adelante, este proceso constante de redistribución y revisión concluye con la separación tradicional entre seguridad exterior e interior, entre seguridad militar y no militar, pública y privada, unilateral y multilateral.
Espacio, tiempo y la agenda de seguridad
La seguridad de los Estados ha estado marcada por fronteras que separaban la seguridad interior de la exterior pero que pierden su significado tradicional en la seguridad futura. A medida que se abandonan algunas funciones que se ejercían en las fronteras, como la defensa militar, se asumen nuevas tareas policiales, fiscales o migratorias que ya no se ejercen en ellas sino sobre ellas. En la seguridad que viene las fronteras ya no contienen los riesgos sino todo lo contrario: son los riesgos los que determinan fronteras de afectados y conforman nuevas comunidades, sean éstas las comunidades de riesgo de las que hablaba Karl Deutsch, es decir, aquéllas que comparten intereses y valores y la voluntad de defenderlos, o sean las nuevas sociedades de riesgo compuestas de agrupaciones ocasionales de afectados por determinados riesgos derivados del progreso y la globalización de los que habla Ulrich Beck.
Así, el espacio Schengen es la adaptación del espacio europeo de libertad, seguridad y justicia a la desaparición de las fronteras interiores en la UE, y ha introducido nuevas formas de control como la persecución en caliente, la cooperación transfronteriza y la coordinación operativa de las fronteras exteriores para hacer frente a los riesgos transfronterizos compartidos. Estados como España preservarán la responsabilidad del control de las fronteras, pero deberán ejercerla de modo distinto recurriendo a nuevos instrumentos como las fronteras inteligentes, el control de los contenedores en origen, la coordinación entre las agencias europeas. Si se tiene en cuenta que EE UU apenas pudo inspeccionar el dos por cien de los siete millones de contenedores recibidos en 2003 y que el control perjudicó severamente el movimiento de mercancías, no es difícil hacerse cargo de los retos de seguridad que esperan a un país como España con más de 37 millones de visitantes al año y que se ha convertido en frontera exterior fiscal, migratoria y policial de la UE. La necesidad de compatibilizar la libertad de los movimientos de mercancías y personas con los de la seguridad de los Estados obligará a ampliar y mejorar los mecanismos de control.
Si la desaparición de las fronteras ha facilitado la llegada de delitos y de criminales, las fronteras no pueden servir para contener las acciones de seguridad. La proyección internacional de la seguridad se ha normalizado a partir de los primeros despliegues militares de los años noventa en el extranjero y de la cooperación internacional en la lucha contra el terrorismo, el narcotráfico y los delitos económicos, mucho antes de que el 11-S acabara con la separación entre seguridad exterior e interior. La seguridad que viene potenciará la internacionalización de la actividad policial, judicial, aduanera, fiscal y medioambiental de forma que sus agentes y operaciones serán cada vez más frecuentes y alejadas de las fronteras. Los riesgos transfronterizos precisan una respuesta transfronteriza.
No sólo cambia la idea de espacio, sino también la del tiempo de intervención. La seguridad de siempre ha estado marcada por un enfoque reactivo: la capacidad de los Estados para sobrevivir a las agresiones externas establecía recurrir al ataque preventivo y sólo dejaba las opciones de la legítima defensa reactiva (autodefensa) y preventiva (anticipación) como muestra la adopción de las doctrinas de la defensa adelantada y la respuesta flexible durante los periodos más críticos de la guerra fría. Las fuerzas aliadas estuvieron apostadas sobre la frontera interalemana preparadas para actuar a partir de la agresión, independientemente del territorio y las vidas que costara esperar un ataque, descartando la legítima defensa anticipada o el ataque sobre los segundos escalones de los atacantes. Esta doctrina militar fue posible en un tiempo donde la disuasión funcionaba como instrumento de autolimitación entre Estados racionales pero esa lógica ha desaparecido con la llegada de los enfrentamientos asimétricos.
«El Derecho internacional debe acompañar los cambios de la seguridad internacional»
También de fronteras para dentro, la fortaleza del Estado de derecho permitía enfocar la seguridad hacia la detención y castigo de los culpables y, en el caso de la protección civil, cuando los daños de las catástrofes naturales eran reparables. Sin embargo, la globalización deteriora la capacidad disuasoria de los Estados para hacer frente a los terroristas y delincuentes internacionales, y la magnitud de los daños potenciales de sus acciones obliga a intensificar las acciones preventivas. Como muestra la tragedia del 11-M, los riesgos de la seguridad que viene se caracterizan por unos efectos desproporcionados e irreversibles, por lo que será necesario reorientar la intervención estatal hacia la anticipación en el tiempo.
El giro de la reacción a la prevención se ha consolidado progresivamente durante la última década y se han admitido actuaciones como el recurso a la fuerza en la diplomacia preventiva, la proyección de la estabilidad, el acondicionamiento de los escenarios o la alerta temprana, entre otros mecanismos que anticipan el tiempo de intervención; una tendencia en la que habrá que profundizar si como señala la estrategia de seguridad de la UE: “Nunca es demasiado pronto para la prevención de conflictos y amenazas”.
La reivindicación de la anticipación por razones de eficacia y prevención conduce al debate sobre el Derecho aplicable a los nuevos riesgos. La necesidad de intervenir cuanto antes y contra las causas estructurales de riesgo como la pobreza, el medio ambiente o el descontrol demográfico para evitar que su proliferación se traduzca en riesgos concretos o alimente retos transnacionales encuentra graves problemas jurídicos y políticos. La condicionalidad de los programas de ayuda al desarrollo y la cooperación económica a la aceptación de cláusulas democráticas, restricciones armamentistas o cooperación en la gestión de las políticas de seguridad de los donantes, no deja de ser una forma de injerencia en los asuntos internos de terceros. La falta de un marco jurídico internacional que dé respuesta a los nuevos problemas facilita la acción incontrolada o la inhibición interesada. El Derecho internacional, que tanto ha progresado en la regulación del uso de la fuerza en los conflictos interestatales, debe avanzar también, y rápidamente, en los nuevos escenarios de seguridad transnacionales.
Si la sociedad internacional y sus problemas cambian vertiginosamente, el Derecho internacional debería acompañar esos cambios porque las decisiones políticas no pueden esperar a consensos académicos dilatados. Una vez que la seguridad ha entrado en la agenda política y que las autoridades tienen que rendir cuentas ante una sociedad que les pide que hagan “algo”, el tiempo de respuesta tiene un precio ya que las decisiones no gozan del tiempo ilimitado de reflexión que se dedica a discusiones conceptuales sobre agresión, legítima defensa, terrorismo o intervenciones humanitarias. La seguridad que viene se mueve en la frontera entre el Derecho internacional y el Derecho interno, entre el Derecho de la guerra y el Derecho penal, por lo que la comunidad jurídica tendrá que dar una respuesta urgente si desea evitar una brecha entre los problemas y las decisiones.
El Derecho marítimo internacional nació para preservar la libertad de navegación de los mares, pero el riesgo medioambiental que generan buques como el Prestige plantea a los Estados el dilema de actuar pasivamente, dejándolos pasar y correr un riesgo inaceptable, o interceptar su trayectoria quebrando el Derecho vigente. En el plano militar, el debate doctrinal se ha instalado en la ilegalidad del ataque preventivo entre Estados, un campo confortable para el Derecho internacional porque está suficientemente reglado y descalificado como norma de comportamiento. Sin embargo, convendría resolver el problema de la legalidad de otras operaciones de anticipación, como las misiones de naturaleza no militar o las intervenciones por razones humanitarias, ya que éstas serán el núcleo principal de las acciones militares de la seguridad que viene y para las que se están reorientando las fuerzas de despliegue y proyección rápidas.
En el plano de la seguridad interior, cada sociedad define la combinación de libertad y seguridad que desea mantener en cada momento. El compromiso entre las demandas sociales y las necesidades políticas señala un equilibrio entre libertad y seguridad que se actualiza en función de los problemas vigentes. Esto nos conduce a la entrada de la seguridad en la agenda política y, por tanto, en su construcción social mediante el diálogo y la participación de responsables y destinatarios de seguridad. Hasta ahora, el Estado ha definido los intereses generales de seguridad en solitario, pero una vez que la sociedad ha entrado en el debate, el gobierno debe llegar a compromisos con los actores sociales a la hora de definir los intereses de todos en las políticas públicas de seguridad. La participación no sólo influirá en el diseño de la seguridad sino también en su ejecución, por lo que tendrá que revisarse el método de supervisión parlamentaria para que pueda controlarse la seguridad en todas sus dimensiones y superarse el desajuste democrático actual que, por poner un ejemplo revelador, asigna más protagonismo al Parlamento Europeo y a los Parlamentos nacionales en el espacio europeo de libertad, seguridad y justicia de la UE que en el de su política común de seguridad y defensa en el caso del proyecto de tratado constitucional aprobado por la Convención.
«La seguridad que viene está más sujeta que nunca al debate político, mediático y social»
En la seguridad que viene los Estados deberán demostrar a sus ciudadanos y a la comunidad internacional que están a la altura de los retos y, por lo tanto, legitimados para preservar el monopolio de la seguridad. La respuesta no es sencilla porque los Estados no pueden garantizar la seguridad absoluta –un espejismo en el que se empeña EE UU– y sólo pueden alcanzar unos niveles de inseguridad tolerables a cambio de grandes esfuerzos. En los periodos en que la inseguridad crece de forma grave, como ocurrió tras el 11-S, y como ocurrirá tras el 11-M, se adoptan medidas excepcionales de seguridad y recortes de libertades, que una sociedad tolera siempre que vayan acompañados de mecanismos de supervisión y revisión para ajustar la proporción de libertad y de seguridad a mantener de acuerdo con las circunstancias; lo cual depende de la percepción social, por lo que es necesario objetivar el nivel de inseguridad en la medida de lo posible para evitar que esa percepción oscile entre la paranoia y la banalización. La seguridad que viene está más sujeta que en otras épocas al debate político, mediático y social, por lo que habrá que superar las lagunas estadísticas, analíticas y de transparencia actuales para preservar la sensatez y convivir con los nuevos riesgos.
Otro elemento a revisar es el enfoque asimétrico de la seguridad que afecta a la diferencia de actitud y tolerancia ante la violencia de los nuevos actores. En la seguridad clásica, sólo los Estados recurrían a la violencia como medio extremo para preservar o restablecer la paz y la seguridad nacional o internacional frente a otros Estados. En el nuevo contexto de seguridad, los actores no estatales se instalan permanentemente en la violencia y la ejercen con un nivel de agresividad incomprensible para las sociedades avanzadas. Hasta ahora, el monopolio estatal de la violencia le otorgaba la capacidad de disuadir a los potenciales agresores exponiéndolos a unos riesgos inaceptables, pero como mostró la experiencia de la guerra fría, la disuasión no sólo dependía de la disponibilidad de medios coactivos sino de la credibilidad de la voluntad de usarlos, una racionalidad que se quiebra con la percepción asimétrica.
En las sociedades avanzadas que caminan hacia la supresión de la violencia, el recurso a la coacción es el último de los recursos deseables y se ejerce con mala conciencia porque su empleo demuestra el fracaso del modelo social. Los Estados disponen por ahora de capacidades coactivas que refrenan a los agresores, pero su renuencia a usarlas es notoria y quiebra la credibilidad de la disuasión. La experiencia de la UE, obligada a asumir una capacidad militar para respaldar su condición de potencia civil ante el riesgo de caer en la irrelevancia, es elocuente al respecto. El recurso asimétrico a la fuerza favorece a los actores violentos porque la ejercen sin restricciones éticas o legales y saben explotar el distanciamiento de la población de las políticas de seguridad. Experiencias como las de los Balcanes, o la española respecto al terrorismo, muestran los riesgos de las concesiones y las ventajas de la movilización civil para respaldar la actuación de los responsables de seguridad cuando recurren a los instrumentos coactivos del Estado de Derecho.
Los recursos necesarios
El debate entre libertad y seguridad se puede amortiguar introduciendo el factor recursos, ya que su disponibilidad permite satisfacer demandas adicionales de seguridad sin recurrir a la vía expeditiva de recortar libertades. Para conseguir estos medios no basta un aumento de los recursos presupuestarios sino también su racionalización. En el aspecto presupuestario, la coherencia es una asignatura pendiente. Por un lado, los ciudadanos, acostumbrados a unos niveles de seguridad que sólo se han conseguido en el espacio europeo al amparo de las fronteras, reivindican a sus gobernantes que los mantengan o mejoren sin tener en cuenta las nuevas condiciones de seguridad. Por otro, los responsables de seguridad no hacen pedagogía sobre sus limitaciones y tienden a asumir más compromisos de los que están en condiciones de garantizar con unos fondos que, recordemos, no tienen la consideración de gastos sociales. La coherencia demanda aumentar o reducir –simultáneamente– compromisos y recursos, pero la realidad demuestra que la retórica de las prioridades no altera la estructura presupuestaria.
Mientras el debate social no incluya la variable de los recursos, éstos continuarán en los niveles mínimos actuales a repartir entre más compromisos, con lo que la única salida posible será buscar economías de escala que liberen fondos presupuestarios de seguridad y superen la compartimentación entre agencias y sectores de la seguridad. No se trata de hacer una caja única sino de rescatar aquellas partidas que dupliquen esfuerzos presupuestarios para satisfacer objetivos de gasto prioritarios en el conjunto de la seguridad. La racionalización no será fácil, ya que se interpreta en clave de suma cero y todos los servicios y agencias creen que perderán lo que otros ganen. No será posible por tanto sin voluntad política y liderazgo presupuestario.
Este enfoque será todavía más exigente en las áreas de recursos humanos y tecnológicos. El campo de la seguridad compite con otros sectores en la formación básica y especializada. En el primero, las convocatorias de soldados y agentes de los diversos cuerpos de seguridad compiten en desventaja de condiciones, tanto con el sector privado de la seguridad –más de 115.000 miembros en la actualidad– como con el público de las administraciones regionales o locales. En el segundo se repiten las condiciones de desigualdad, pero tienden a acentuarse en la medida que la creciente sofisticación de la seguridad demanda cualificaciones de alta cotización en el mercado laboral y su ritmo de innovación dificulta su inclusión en los programas internos de formación.
Con respecto a los recursos tecnológicos, la seguridad que viene tendrá un componente tecnológico a la altura de la sociedad de la información a la que sirve. Hasta ahora el esfuerzo de investigación y desarrollo ha estado ligado casi exclusivamente al sector de la defensa, pero será necesario que los servicios de inteligencia, policial y judicial, cada uno en su medida, acorten la brecha tecnológica a la que se enfrentan. Del mismo modo, convendría revisar los programas en curso para potenciarlos si contribuyen a las demandas actuales de seguridad o desinvertir en ellos si cubren necesidades legadas del pasado.
Una estrategia de seguridad
Si las previsiones anteriores están bien orientadas, la seguridad se dirige hacia una superposición de riesgos, culturas, actores y tiempos que hace más compleja su gestión. No sólo hay que manejar más variables –riesgos tradicionales y nuevos, militares y no militares, compartidos y discriminados– sino que hay que poner de acuerdo a más agentes –estatales, supraestatales, subestatales, multilaterales, coaliciones o privados– y actuar en una secuencia temporal más amplia: prevención, anticipación y reacción. Si de verdad se cree que los cambios percibidos en la seguridad general (globalización) afectan a nuestra seguridad (globalismo) es hora de diseñar el cambio de la seguridad española que viene, con tiempo y distancia antes de que se acumulen las contradicciones de la seguridad actual. Así como la inseguridad debilita a los Estados, el control de la seguridad les proporciona identidad tanto hacia adentro, prestando a sus ciudadanos servicios de seguridad que nadie más puede proporcionar, como hacia fuera, contribuyendo a la solución de los problemas y flujos internacionales de seguridad.
La visión de la seguridad que viene –multidimensional, multinivel y continua– exige la articulación de una estrategia de seguridad que tenga en cuenta la respuesta estatal en esos aspectos, la redistribución de riesgos y responsabilidades con los demás actores, la redefinición de los tiempos y espacios de intervención, la adecuación de los marcos jurídicos y operativos, la discusión de la agenda política con los protagonistas sociales y la racionalización de los recursos. En España hay directivas de defensa, estrategias militares, planes policiales, fiscales, judiciales o de inteligencia relacionados con la seguridad, pero no hay una estrategia que integre todas sus facetas ni que coordine todos sus niveles de responsabilidad. La visión estratégica de la seguridad se puede generar de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, pero su racionalización sólo puede hacerse en un entorno transdisciplinar que integre y dé sentido a las visiones parciales.
El entorno no puede ser otro que la presidencia del gobierno y el órgano tiene que ser un consejo de seguridad nacional que se ocupe de diseñar una estrategia de seguridad global y asista a la presidencia en las decisiones críticas. Hasta ahora, y en condiciones de seguridad menos complicadas que las que vienen, no se ha resuelto satisfactoriamente la integración de las diversas culturas españolas de seguridad ni por el ministerio de Defensa ni por la Junta de Defensa Nacional ni por la presidencia del gobierno ni por mecanismos como el Consejo de Política Exterior. Lo mismo se puede decir de la coordinación bilateral entre el Cuerpo de Policía Nacional y la Guardia Civil, entre los ministerios de Asuntos Exteriores y de Defensa, y entre el Centro Nacional de Inteligencia y los anteriores.
La seguridad ocupa cada vez mayor espacio e importancia en la agenda del gobierno, y el presidente precisa un órgano que le asista en la gestión y análisis de los riesgos y prioridades generales, en la evaluación y coordinación de las distintas políticas de seguridad y en la gestión de las crisis relevantes. Se puede discutir su composición o funciones, pero no su necesidad. El sistema actual de apoyo a las decisiones en materia de seguridad ha mostrado sus carencias en las crisis de Irak y del 11-M porque no está diseñado para desenvolverse en un entorno de complejidad como el de la seguridad que viene. No se trata de crear un nuevo órgano para duplicar o sustituir los ya existentes –los ministerios, agencias y departamentos actuales seguirán encargados de la ejecución y operaciones de sus políticas respectivas– sino de articular un procedimiento y un órgano de coordinación que genere valor añadido a los anteriores y ejerza la dirección política integrada que ahora se echa en falta.
Pueden parecer demasiadas reformas como para tener que preocuparse ahora de la seguridad que viene. Quizá sea mejor verlas venir y esperar que sus efectos derriben el modelo tradicional de seguridad para edificar, entonces, un modelo nuevo y sin resistencias. El problema es saber si la vacuna de la transformación de los asuntos de seguridad debilitará a España más de lo que le debilitará confiar en sus defensas naturales frente a los nuevos riesgos. La otra opción consistiría en poner en marcha un proceso de adaptación de la seguridad española al nuevo contexto, liderado con voluntad política y consensuado como construcción social. Hagamos de la necesidad virtud y del dolor del 11-M una esperanza.