La caída de Srebrenica, Zepa y Tuzla en manos del ejército serbo-bosnio en julio de 1995 –tres enclaves teóricamente protegidos por las Naciones Unidas– generaron una oleada de indignación general en el mundo occidental y una avalancha de llamamientos a la comunidad internacional para que interviniera con decisión –incluso militarmente– en la antigua Yugoslavia y para que pusiera fin, de una vez por todas, a la guerra que desde hacía cuatro años asolaba la región europea de los Balcanes.
En un artículo publicado en la primera página del Corriere della Sera el pasado 17 de julio, Ernesto Galli pedía abiertamente que se usara la fuerza contra Serbia, sugería similitudes con la tragedia de Munich en 1938 –cuando el mundo no supo detener la agresión hitleriana– y recordaba que para derrotar al nacionalsocialismo fue necesario bombardear las ciudades alemanas, reducirlas a cenizas y causar centenares de miles de víctimas entre la población civil. Más allá del tono provocativo del artículo, hay que reconocer que reflejaba de manera convincente la rabia y la irritación de amplios sectores de la opinión pública internacional ante los hechos que estaban teniendo lugar en Bosnia-Herzegovina y ante las dramáticas imágenes que los medios de comunicación difundían al mundo entero.
El bloque de los “intervencionistas” –favorables a una acción militar conjunta de la comunidad internacional– creció de manera significativa durante esas semanas del mes de julio. En la mayoría de los casos, se simplificaba la tragedia yugoslava, presentando a Serbia como el único culpable del conflicto y a la Bosnia musulmana como víctima inocente de una agresión injusta. Sabemos que la realidad era más compleja, pero también es cierto que los serbios de Pale y sus aliados de Belgrado se han distinguido en esta guerra por su brutalidad y crueldad.
A partir de ese momento, los acontecimientos se sucedieron con rapidez. En la Conferencia de Londres del 21 de julio se acordó lanzar bombardeos masivos contra los serbo-bosnios si estos atacaban Gorazde, la última de las “áreas protegidas” en la parte suroriental de Bosnia-Herzegovina todavía libre. A finales de julio, las fuerzas croatas lanzaron una ofensiva que les llevaba a reconquistar la Krajina en menos de diez días. Se difundieron terribles noticias sobre supuestas crueldades cometidas por esas fuerzas. Tras una nueva matanza en Sarajevo, Estados Unidos consiguió convencer a la OTAN de la necesidad de ejecutar el ultimátum de Londres y de dar luz verde a los bombardeos contra las instalaciones militares serbias en Bosnia. A las dos de la madrugada del 30 de agosto comenzó la que ha sido posteriormente definida como la mayor misión militar realizada por la Alianza Atlántica en sus 46 años de historia. A lo largo de dos días cazabombarderos de la OTAN realizaron 506 incursiones aéreas golpeando sin descanso objetivos militares.
La masiva intervención militar de la OTAN aceleró el curso de la negociación diplomática. A finales de septiembre, los ministros de Asuntos Exteriores de Croacia, Bosnia-Herzegovina y la Federación Yugoslava se reunieron en Nueva York con los ministros de Asuntos Exteriores del “grupo de contacto” y con el mediador estadounidense, Richard Holbrooke. Se iba perfilando el acuerdo político y constitucional sobre el futuro de Bosnia. El 11 de octubre entró en vigor el alto el fuego. El 1 de noviembre comenzaron las negociaciones en la base norteamericana de Dayton y el día 21 se anunció al mundo la consecución de la paz. Los acuerdos de Dayton condujeron posteriormente al histórico acto del pasado 14 de diciembre en París, con la participación de los presidentes de Bosnia, Croacia y la Federación Yugoslava, y a la firma del acuerdo con el que oficialmente se puso fin al conflicto balcánico.
La labor de la Santa Sede
Desde mediados de 1992, la Santa Sede y Juan Pablo II en particular, han venido haciendo continuos llamamientos a los responsables políticos para que intervinieran con decisión en la crisis de Bosnia y para que no se limitaran a contemplar como espectadores indiferentes la tragedia que se desarrollaba en el corazón de la vieja Europa. Durante tres largos años, el Pontífice ha defendido la existencia de un llamado derecho-deber de injerencia humanitaria de la comunidad internacional, que no solamente permitiría a ésta intervenir en los asuntos internos de un país en determinadas circunstancias, sino que incluso le obliga moralmente a involucrarse en la solución de crisis concretas cuando determinadas poblaciones corren el riesgo de desaparecer víctimas de una agresión injusta. Los momentos más significativos a lo largo de este intenso período de tres años y medio han sido los siguientes:
– En una entrevista concedida a un restringido grupo de periodistas en Castelgandolfo el 6 de agosto de 1992, poco después de un encuentro con el Papa, convaleciente aún de la operación a la que había sido sometido, el secretario de Estado de la Santa Sede, cardenal Angelo Sodano, declaró a los medios de comunicación que había hablado con el Pontífice de la grave situación en Bosnia-Herzegovina y del “derecho de injerencia humanitaria”. Para Angelo Sodano los Estados europeos y las Naciones Unidas tenían el deber y el derecho de injerencia “para desarmar a quien quiere matar”. Esto no significaba favorecer la guerra sino impedirla. Añadió que la Santa Sede haría todo lo que estuviera a su alcance para conseguir el reconocimiento de ese derecho-deber, por tratarse de un derecho en favor de toda la humanidad.
– En su visita a la sede de la FAO el 5 de diciembre de 1992, el Papa afirmó: “No es justo que la guerra entre naciones y los conflictos internos condenen a civiles indefensos a morir de hambre por motivos egoístas o partidistas. En estos casos, se debe asegurar la ayuda alimentaria y sanitaria y superar todos los obstáculos, comprendidos los que provienen del recurso arbitrario al principio de no injerencia en los asuntos internos de un país. La conciencia de la humanidad, ahora sostenida por las disposiciones del Derecho internacional humanitario, exige que se haga obligatoria la injerencia humanitaria en las situaciones que comprometen gravemente la supervivencia de pueblos y de grupos étnicos enteros: he aquí un deber para las naciones y la comunidad internacional.”
«Se debe asegurar la ayuda alimentaria y sanitaria y superar todos los obstáculos, comprendidos los que provienen del recurso arbitrario al principio de no injerencia en los asuntos internos de un país»
– En su discurso al cuerpo diplomático con motivo del año nuevo el 16 de enero de 1993, Juan Pablo II señaló las condiciones que deben darse para poder hablar de ejercicio legítimo del derecho-deber de injerencia humanitaria: que todas las posibilidades ofrecidas por la negociación diplomática se hayan agotado, que los procesos previstos por los convenios y las organizaciones internacionales se hayan aplicado sin ningún resultado positivo y que pese a todo lo anterior, poblaciones enteras estén a punto de sucumbir bajo los golpes de un agresor injusto.
En estos casos, los Estados no tienen “derecho a la indiferencia” sino que tienen el deber de desarmar al agresor cuando todos los otros medios se hayan revelado ineficaces. Los principios de la soberanía de los Estados y de la no injerencia en los asuntos internos de los mismos –válidos en su formulación teórica y genérica– no serían de aplicación en estos casos. Quien en semejantes situaciones los mencione –concluía Juan Pablo II– estaría levantando un obstáculo con la intención de continuar torturando y asesinando impunemente.
– Durante la audiencia del Papa a los ministros de Asuntos Exteriores de la CSCE el 30 de noviembre de 1993, el Pontífice abordó el conflicto en la antigua Yugoslavia, condenó las pretensiones racistas y los nacionalismos ambiguos y pidió a la CSCE que continuara ocupándose de la guerra, con objeto de evitar “el escándalo del desinterés frente a hechos inadmisibles”. Para el Pontífice el conjunto de Estados está obligado a actuar “cuando los derechos fundamentales de una persona o de un pueblo están en juego”.
– Durante la audiencia general del 12 de enero de 1994, el Papa subrayó que la Sede apostólica “no cesa de recordar el principio de intervención humanitaria”. Para Juan Pablo II ese principio no significa necesariamente y en primer lugar una intervención de tipo militar, sino “cualquier tipo de acción que tienda a desarmar al agresor”.
– El cardenal Sodano pronunció un discurso en la cumbre de la CSCE el 6 de diciembre de 1994 en Budapest, en el que señalaba que Europa se presentaba entonces –después de la verdadera revolución de los años 1989-91– desgarrada y llena de desequilibrios, dubitativa sobre el camino a seguir e incluso “paralizada en su acción”. Sodano calificó el drama de Bosnia como “una humillación para Europa” y lamentó que, después de tres años, todavía no se hubiese conseguido hacer un diagnóstico común ni alcanzar una respuesta coherente. Significativa es la pregunta que hacía a los participantes en la cumbre: “¿Podemos permanecer neutrales frente a las violaciones sistemáticas de los derechos más elementales de la persona?”.
– En su discurso al cuerpo diplomático con motivo del año nuevo el 9 de enero de 1995, el Papa volvió a referirse al drama de Bosnia calificándolo de “naufragio de toda Europa”. Insistió en que ni los simples ciudadanos ni los responsables políticos pueden permanecer indiferentes y neutrales ante la tragedia que se estaba desarrollando en esa tierra. Para Juan Pablo II “hay agresores y víctimas”, el Derecho internacional y el Derecho humanitario están siendo violados y todo ello “exige una reacción firme y concertada de la comunidad de naciones”.
– El 16 de julio de 1995, el Papa lanzó desde el valle de Aosta un nuevo llamamiento por la paz en Bosnia. Definió la tragedia en la antigua Yugoslavia como una “derrota de la humanidad” y como uno de los capítulos más tristes de la historia europea. Las noticias y las imágenes que llegaban de Bosnia, y en particular de Srebrenica y Zepa, daban testimonio de lo profundo que era “el abismo de abyección” en el que habían caído Europa y la humanidad. Pocos días después, el nuncio apostólico en Bosnia, monseñor Monterisi, declaraba que los métodos pacíficos de negociación debían prevalecer 999 veces sobre mil, pero que ante situaciones tan graves como la que existía en Bosnia y teniendo en cuenta que las negociaciones no habían fructificado, se podía y se debía “pensar en una intervención de la comunidad internacional”. Según monseñor Monterisi, esa intervención debía tener como objetivo la defensa de las poblaciones y el desarme del agresor y como meta el regreso a la mesa de negociaciones para encontrar una solución pacífica. Además, la intervención tenía que ser proporcionada, de tipo preventivo y disuasoria.
– Un editorial del Osservatore Romano del pasado 1 de septiembre apoyaba los bombardeos, al señalar que la fuerte retorsión decidida por la ONU y la OTAN tras la matanza de Sarajevo “no puede ni debe considerarse como un acto de guerra contra una parte, sino como una advertencia de su determinación para asegurar el respeto de los derechos de unos pueblos y de unas etnias arrastradas por la locura de una guerra feroz”. En realidad, la acción de la OTAN encajaba perfectamente en el marco de la doctrina de la injerencia humanitaria que el Papa venía defendiendo desde 1992.
Las referencias al derecho-deber de injerencia humanitaria han sido muy numerosas, superando la treintena y poniendo de manifiesto la preocupación que el conflicto yugoslavo ha causado en el Pontífice. Preocupación lógica si se piensa que también la Primera Guerra mundial estalló hace ochenta años en esas mismas tierras y que recientemente el mundo ha conmemorado el L aniversario del final de la Segunda Guerra mundial.
No parece ni mucho menos casual ni accidental el protagonismo que la Santa Sede ha desarrollado en el debate sobre la injerencia humanitaria, ni tampoco la energía con la que ha defendido esta teoría ante la opinión pública internacional y ante numerosos y variados foros. Por el contrario, la labor de la Santa Sede y su decidido apoyo a este principio han sido una consecuencia lógica de su concepción de las relaciones internacionales y, más concretamente, de su idea de comunidad internacional.
«La labor de la Santa Sede y su decidido apoyo a este principio han sido una consecuencia lógica de su concepción de las relaciones internacionales»
En este sentido, los antecedentes se remontan a la idea del “Totus orbis” de Francisco de Vitoria, considerado el fundador del moderno Derecho internacional. Para el ilustre dominico, la cristiandad o “Respublica christiana”, pese a ser un concepto que sigue siendo válido para las naciones cristianas, no debe confundirse con la “Comunitas omnium gentium”, a la que él llama también “Totus orbis”. Su primera conclusión fue que la cristiandad no tiene valor universal y menos aún único. De Vitoria propone, por el contrario, su concepción política del “Totus orbis” que consiste en la organización jurídica de todos los pueblos –cristianos y no cristianos– y en la que todas las naciones tienen los mismos derechos, las mismas obligaciones y gozan de la facultad de gobernarse y de tener relaciones con otros pueblos, con autonomía e independencia, es decir, libres de la injerencia del Papa y del emperador. En los grandes documentos de la Iglesia contemporánea hay un notable eco vitoriano. Recordemos en este sentido los mensajes de Pío XII (especialmente el de Navidad de 1941 sobre las bases del nuevo orden que debe instaurarse después de la guerra y el mensaje de Navidad de 1945 sobre la democracia), algunas encíclicas de Juan XXIII (sobre todo “Pacem in Terris”) y la constitución “Gaudium et Spes” del Concilio Vaticano II. En todos estos textos se afirma la existencia de un bien común de todo el orbe, superior al bien de las partes o de los Estados particulares. Todas estas líneas de pensamiento inspiran el entramado ideológico del derecho-deber de injerencia humanitaria. En concreto, la noción de que todo ser humano es persona, la pertenencia de todos los hombres a la gran familia de la comunidad mundial, la obligación de todos a contribuir a la prosecución del bien común, la defensa de las minorías étnicas y la exigencia de una autoridad pública y mundial son todos ellos principios que resuenan en nuestros oídos cuando se abordan tragedias como las de Bosnia, Ruanda, Burundi o Somalia.
Una mención especial merece el discurso de Juan Pablo II ante las Naciones Unidas, con motivo del cincuentenario de la organización, pronunciado en Nueva York el pasado 5 de octubre. El Papa defendió el carácter universal de los derechos humanos y la dignidad innata de todo hombre; abogó por una nueva Carta que consagre “los derechos de las naciones” y por una “ética de la solidaridad”; respaldó la labor desarrollada por la ONU en estos cincuenta años y pidió a la organización que, superando la tentación de actuar como una institución administrativa, asuma con coraje el reto de convertirse en el auténtico centro moral de “la familia de las naciones”. En el discurso de la ONU y en su doctrina de la injerencia humanitaria encontramos las líneas fundamentales del Derecho internacional ideal propugnado por Karol Wojtyla.
Un nuevo Derecho internacional
La caída del muro de Berlín en 1989 transformó el panorama internacional del mundo contemporáneo. El hundimiento de los regímenes comunistas trajo consigo el fin de la división del mundo en bloques que había caracterizado la situación mundial desde 1945. Terminaron con ello los antagonismos fundados en razones ideológico-económicas y la contraposición entre socialismo y comunismo, mientras comenzó a definirse un nuevo orden mundial distinto al vigente durante las cuatro últimas décadas. El debate sobre la injerencia humanitaria fue consecuencia de las mutaciones acaecidas en la sociedad internacional en los últimos años, entre las que destacaron particularmente:
– Debilitamiento del principio de soberanía, que ya no está entendido de manera extrema o radical. El Derecho internacional clásico quedaba condicionado por la enorme relevancia de este principio y por la primacía absoluta que se le otorgaba. El Estado soberano primaba sobre la idea de comunidad.
– Como corolario del anterior figuraba, estrechamente unido al mismo, el principio de no intervención en los asuntos internos de un Estado. Durante la guerra fría, los países del bloque soviético defendieron este principio con el objeto de evitar que la comunidad internacional y, sobre todo, los países occidentales hicieran presiones sobre ellos en favor de la transformación democrática de esos Estados. No es que ambos principios hayan desaparecido, pero sí han sufrido el empuje de otros poderosos factores de transformación del Derecho internacional clásico entre los que merecen mencionarse:
– La acción de las organizaciones internacionales: el fenómeno de organización internacional representa un elemento fundamental en el proceso de institucionalización de la sociedad internacional. Las organizaciones internacionales suponen para el Derecho internacional un cauce positivo y de transformación, permiten un mayor grado de efectividad de ese Derecho y a través de su acción se asiste a un inmenso proceso de cambio en el alcance de las funciones y fines del orden internacional.
– Afirmación de las normas internacionales de ius cogens: en Derecho internacional existen normas jurídicas superiores a la voluntad de los Estados, indispensables para la vida internacional, que se refieren a los intereses de la comunidad internacional en su conjunto y que por ello tienen carácter imperativo en el sentido de que no pueden ser modificadas mediante acuerdos entre los Estados por ser reglas inherentes a la estructura de la sociedad internacional en un momento histórico dado.
Como señala el profesor Carrillo Salcedo, se trata de exigencias de orden moral, económico, político, etcétera, indispensables para la existencia misma de una sociedad internacional y por consiguiente, imperiosas y absolutas. Son las llamadas normas de ius cogens de Derecho internacional (derechos fundamentales de la persona, derecho de los pueblos a su libre determinación, obligación de arreglo pacífico de controversias e igualdad de estatuto jurídico de los Estados). Este concepto ha ido entrando progresivamente en la doctrina y en la práctica internacionales ante la necesidad de establecer barreras objetivas, inspiradas en las ideas de humanidad, justicia y solidaridad, frente a la omnipotencia de la razón de Estado en el plano interno y frente a la omnipotencia de las voluntades estatales en el plano internacional.
– Empuje de la noción de los derechos humanos, aceptada hoy en día de manera generalizada: los derechos humanos se han convertido en el nuevo Derecho natural del siglo XX, en ese mínimo denominador común de valores que debe ser aceptado y respetado por todos los miembros de la comunidad internacional. El debate sobre el derecho-deber de injerencia humanitaria se ha desarrollado paralelamente a la consolidación de ese grupo de derechos fundamentales cuya tutela debe ser asegurada por todos los Estados. Esos derechos suponen también una cierta limitación al principio de soberanía de los Estados porque nadie está autorizado a violarlos y todos están obligados a respetarlos.
– Aceleración del proceso de humanización del Derecho internacional: al quebrar el exclusivismo del Estado característico del orden internacional clásico, queda abierta la problemática de socialización del Derecho internacional, proceso que los profesores Bourquin y Aguilar Navarro han denominado de humanización del orden internacional.
«Al quebrar el exclusivismo del Estado característico del orden internacional clásico, queda abierta la problemática de socialización del Derecho internacional»
Como consecuencia de la acción conjunta de estos factores de transformación se matiza la noción de soberanía y se refuerza la idea de cooperación. De una sociedad internacional relacional se pasa cada vez más a una sociedad internacional institucional. La tradicional tensión entre lo individual y lo colectivo propia de la sociedad internacional –tensión entre el enorme peso de la noción de soberanía de los Estados y el creciente papel de la comunidad internacional– parece debilitarse en estos últimos años y orientarse en favor del segundo elemento.
El profesor Jaime Oraa lo ha expresado con palabras similares de manera convincente: “El Derecho internacional está experimentando recientemente una creciente tensión entre la primacía del principio de la soberanía de los Estados y algunos valores fundamentales de la comunidad internacional que pondrían en tela de juicio aquel principio. Uno de estos valores es, sin duda, la protección de los derechos humanos. En estos tiempos la cuestión que está recibiendo una renovada atención es la siguiente: ¿está legitimada la comunidad internacional para pasar por encima del principio de la soberanía de los Estados con el fin de proteger a la persona? La actuación de los Estados y de las Naciones Unidas en los recientes casos de Irak, la antigua Yugoslavia, Somalia, Haití, etcétera, son una buena muestra de la actualidad de esta cuestión”.
El concepto de la expresión injerencia humanitaria hace referencia a las acciones emprendidas por la comunidad internacional dentro de un determinado país, en caso de graves violaciones de los derechos humanos, de extrema pobreza o en casos en los que poblaciones enteras corren el riesgo de sucumbir o desaparecer bajo los golpes de un agresor injusto. En todos estos supuestos, la injerencia se realiza siempre por razones humanitarias.
Para realizar con éxito el mandato humanitario será necesario usar la fuerza dentro de unos límites precisos y sólo como última opción. Es decir, la injerencia lleva consigo la posibilidad de ejercitar la violencia para poder cumplir los objetivos de la operación humanitaria. Ello debe hacerse teniendo siempre en cuenta y respetando, en todo caso, los requisitos de la doctrina tradicional de la guerra justa, es decir, causa justa, recta intención, proporcionalidad en los medios y uso de la fuerza como última ratio. La moderna doctrina de la injerencia humanitaria aparece cada vez más como una reelaboración de la tradicional de la guerra justa.
Es cierto que la teoría de la injerencia humanitaria suscita ciertos interrogantes en algunos Estados, especialmente en numerosos países del Tercer Mundo que ven en ella el riesgo de nuevas colonizaciones por parte de Occidente. Otro problema se deriva de la diferente concepción de los derechos humanos entre los Estados miembros de la comunidad internacional. Por último, habrá que definir con nitidez los supuestos en los que puede y debe ejercerse ese derecho de injerencia, respetándose en cualquier caso el llamado principio de subsidiariedad, según el cual la comunidad internacional sólo estaría legitimada a intervenir cuando las autoridades internas no puedan resolver una situación o sean precisamente ellas las culpables de la misma.
La ONU, marco natural de la injerencia
El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ha aprobado en los últimos años algunas resoluciones que implican el ejercicio de una injerencia en los asuntos internos de un Estado. Así, podrían citarse la resolución 688, de 5 de abril de 1991, en defensa de la población kurda del norte de Irak; la 770 de 13 de agosto de 1992, sobre la situación en Bosnia-Herzegovina; y la resolución 794 de 3 de diciembre de 1992, que autorizaba la intervención en Somalia y que dio origen al envío de contingentes de tropas en su mayoría norteamericanas e italianas. En todos estos supuestos, el Consejo se movió fundamentalmente en el marco de la ayuda humanitaria. En otras resoluciones aprobadas recientemente en relación con las crisis de Ruanda, Somalia, Burundi, Haití o Bosnia, se encontraron elementos inconfundibles de la doctrina de la injerencia humanitaria. De particular interés fue la resolución 836, de 4 de junio de 1993, con la que se autorizó a la OTAN el uso de la fuerza aérea como elemento disuasorio. El 23 de septiembre de 1995, el Consejo de Seguridad aprobó la resolución 942 sobre reforzamiento de sanciones a las zonas de Bosnia-Herzegovina bajo control de los serbios de Bosnia. Para evitar un uso abusivo y unilateral por parte de los Estados, la injerencia deberá ponerse en práctica a través de las Naciones Unidas, por medio de fuerzas puestas a su disposición por los países miembros y basándose en una resolución del Consejo de Seguridad que establezca los objetivos de la operación y los límites del mandato concreto.
Con la caída del muro de Berlín y el fin de la guerra fría se generaron grandes expectativas y muchos creyeron que la ONU recuperaba la oportunidad histórica de conseguir los grandes objetivos de su Carta, es decir, el mantenimiento de la paz internacional y la seguridad, la promoción de la justicia y del progreso social y la defensa de los derechos del hombre. Desgraciadamente, la realidad de estos últimos años no se ha mostrado a la altura de esas expectativas. La ONU ha sido, por ello, objeto de críticas y fuente de frustraciones. La más evidente ha sido la experimentada con la crisis de Bosnia. Sólo cuando el centro de gravedad pasó de la ONU a la OTAN –donde la teoría de la injerencia humanitaria encontró plena aplicación– se pudo entrar en una dinámica que, con todas sus terribles limitaciones, condujo a una paz difícil y plagada de interrogantes pero esperanzadora. No obstante, y pese a los fracasos mencionados, la ONU como institución debe ser defendida a toda costa, aunque sería aconsejable acometer una profunda transformación de la organización.
Como conclusión puede afirmarse que el derecho-deber de injerencia humanitaria supone una revolución en los esquemas del Derecho internacional clásico, dependiente de los condicionantes impuestos por el principio de soberanía. El Derecho internacional actual vive un cambio impulsado, entre otros muchos factores, por la acción transformadora del fenómeno de organización internacional. Asistimos a un debilitamiento de la idea del Estado-nación, a una consolidación de los valores propios de la comunidad internacional; en definitiva, a una humanización del orden internacional.
Hay que resaltar la labor de la Santa Sede en la afirmación de estos nuevos conceptos. En un momento en el que es difícil encontrar personas o países dispuestos a asumir un liderazgo moral o intelectual, es significativo que se levante con fuerza la voz de la Santa Sede y del Papa en defensa de quien no tiene voz, de las víctimas de genocidios, de poblaciones enteras abandonadas a su suerte. San Agustín afirmaba que si se abandona la justicia, los reinos quedan reducidos a grandes latrocinios. No podemos permanecer indiferentes ante los sufrimientos de otros seres humanos. No podemos apoyar con nuestro silencio los crímenes que están teniendo lugar en numerosos países. No podemos permanecer insensibles ante la causa de la justicia.
La intervención militar de la OTAN en la antigua Yugoslavia ha tenido una influencia decisiva en el conflicto y ha acelerado el proceso negociador que posteriormente ha culminado en la paz de París. Desgraciadamente, no ha sido la acción del movimiento pacifista internacional sino la intervención decidida y enérgica de la comunidad internacional –es decir, la injerencia humanitaria a través de la Alianza Atlántica– la que ha llevado a un principio de solución del interminable y sangriento conflicto balcánico.
El cardenal Puljic, arzobispo de Sarajevo, invitaba a los hombres de buena voluntad a abstenerse del pecado de omisión en relación con la gran tragedia de Bosnia-Herzegovina. Y afirmaba que “todos nosotros tenemos el deber –independientemente de nuestros medios y posibilidades– de ayudar a provocar el triunfo de la paz”. Tenemos el deber de evitar a toda costa la indiferencia y la inactividad. Recordemos que cuando Caín es interpelado por Dios sobre la suerte de Abel, responde: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?” En el drama de Bosnia todos hemos sido y somos un poco Caín.
No se trata de organizar una cruzada del mundo civilizado contra los agresores, sino de romper con una mentalidad egoísta que nos hace contemplar con indiferencia lo que sucede más allá de nuestras fronteras. Para ello hay que aumentar nuestros compromisos en situaciones de crisis y asumir cargas y obligaciones mayores en todos los terrenos: económico, humanitario, militar y político. Es necesario romper con el molde intelectual clásico, propio de la guerra fría, y defender con valentía la consolidación de un nuevo esquema de relaciones internacionales en el que se ejercite la solidaridad con todos y no únicamente con los compatriotas. Es necesario que determinados países tengan el coraje de asumir, junto al liderazgo económico, otro mucho más difícil y complicado, de tipo moral y ético. Para ello hay que estar dispuesto a pagar un precio elevado por la defensa de los principios de validez universal que el mundo ha conquistado después de siglos de historia: la dignidad innata del hombre, el rechazo de la limpieza étnica, el derecho de todo pueblo a vivir en paz y la condena de la agresión. La instauración de un orden internacional nuevo no será nunca una tarea fácil. Tampoco lo fue la lucha contra el nazismo ni la resistencia contra el estalinismo.