Seis décadas son toda una vida”, sentencia Facundo, un jubilado cubano que vende la prensa oficial en La Habana Vieja para contrarrestar su baja pensión. Nacido poco antes de que Fidel Castro llegara al poder, el hombre recela del nombramiento de un nuevo presidente en abril próximo. «Eso va a ser como aprender a caminar», asegura, mientras pregona el diario oficialista Granma.
Como Facundo, buena parte de los cubanos que residen hoy en la isla nacieron bajo el castrismo o apenas recuerdan el país antes de enero de 1959. La salida de Raúl Castro del gobierno [primero anunciada para febrero de 2018 y luego aplazada hasta abril] tiene para ellos las connotaciones del fin de una era, con independencia de la ruptura o continuidad que manifiesten los sucesores que se instalen en la sala de mando nacional.
A pocas semanas de que el traspaso presidencial se haga efectivo, la indiferencia gana terreno entre los habitantes de una nación que ha tenido la dinastía familiar en el poder más prolongada de América Latina. Un momento que debería ser de expectación y especulaciones se está diluyendo en medio de la apatía y de la complicada situación económica que atraviesa la isla.
A diferencia de otros países del continente que han vivido encendidos comicios regionales o generales en los últimos años, el proceso electoral cubano no genera encuestas para determinar la inclinación del electorado ni motiva debates en los medios de comunicación. La sensación que sobrevuela es la de una «jugada cantada» con la que se busca preservar el control en manos de un grupo.
El hastío viene también de que la ley electoral vigente prohíbe las campañas políticas y todo intento de publicación de un programa de gobierno que entusiasme a unos o escandalice a otros. Sin ese componente esencial, el…