El centenario de la guerra de 1914 debería hacernos reflexionar de nuevo sobre nuestra vulnerabilidad al error humano, a la catástrofe repentina. La historia, dijo Mark Twain, no se repite, pero tiene rima. La Primera Guerra mundial ofrece valiosas lecciones de paz.
En 2013 estuve de vacaciones en Córcega. Un día entré en la iglesia de una pequeña aldea de montaña, en la que encontré un monumento a los caídos en la Primera Guerra mundial. De una población no superior a 150 habitantes, habían muerto en ese conflicto ocho jóvenes, pertenecientes a tres familias diferentes. Pueden encontrarse listas similares en toda Europa, en grandes ciudades y en pueblos pequeños. Y por el resto del globo se extienden monumentos parecidos, pues en la Gran Guerra, como se la conoció hasta 1940, lucharon también soldados de Asia, África y América del Norte.
La Primera Guerra mundial sigue cautivándonos en la vertiginosa escala de su masacre: diez millones de combatientes murieron y muchos más resultaron heridos. Perdieron la vida incontables civiles, ya fuera por acciones militares o por culpa del hambre y las enfermedades que estas trajeron. Cayeron imperios enteros y las sociedades se envilecieron.
Pero hay otra razón por la que ese conflicto nos sigue obsesionando: no nos hemos puesto de acuerdo acerca de sus porqués. ¿Tuvo su origen en las ambiciones desmesuradas de algunos mandatarios de la época? El káiser Guillermo II y sus secretarios, por ejemplo, querían una Alemania mayor que extendiera su poder por todo el mundo, y para ello desafiaron la supremacía naval de Reino Unido. ¿Reside la razón en la competencia de ideologías? ¿En rivalidades nacionales? ¿O en el violento y aparentemente insoslayable empuje del militarismo? Conforme se aceleraba la carrera armamentística, generales y almirantes confeccionaban planes cada vez más agresivos a la vez que rígidos. ¿Estuvieron…