Aunque no determinen la revolución, los músicos y los artistas son decisivos como motivadores y símbolos de la posibilidad de recobrar el espíritu de Tahrir.
Al empezar a escribir este artículo, recibí un mensaje de correo del representante de Ramy Essam, el “cantante de la revolución egipcia”, cuya canción Irhal [Vete] se convirtió en el himno de las protestas de comienzos de 2011 en la plaza Tahrir. Según el mensaje, los militares prohibían viajar a Ramy. Se suponía que esa mañana se iba a Estados Unidos para participar en el festival de cine de Sundance, donde se estrenaba una película (La plaza) dedicada a él y al resto de manifestantes de los 18 días de revolución.
Salir de Egipto era lo último en que pensaba Ramy la primera vez que le vi, el 4 o 5 de febrero de 2011. Hacía solo unos días que había escrito Irhal y todavía era un cantante relativamente desconocido de Mansura, un metalero transformado en aspirante a estrella del pop que, después de ver por televisión los dos primeros días de protestas en Tahrir, sintió el impulso de coger su guitarra y su saco de dormir y poner rumbo a la plaza, fueran cuales fueran las consecuencias. En las 24 horas siguientes a su llegada, solo sentándose allí y empapándose de los cánticos, compuso el himno de la revolución.
Tras haber viajado por el mundo arabomusulmán durante la última década y experimentar de primera mano las revueltas árabes, he visto que la dinámica que rodea la producción, la distribución y el consumo de arte ha cambiado tanto en los últimos 20 años que el debate se tiene que replantear en un terreno muy diferente: el del arte en soporte digital producido a bajo o a ningún coste, que…