La cumbre de Copenhague ha llevado a cabo la ampliación más amplia de la Unión Europea en su historia. Ocho países del centro y este de Europa, además de dos islas, Chipre y Malta, se convertirán en Estados miembros si cumplen los criterios –también llamados aunque sin relación con esta última cumbre– “de Copenhague”.
La UE debe decidir sobre el método y los plazos de incorporación de los diez nuevos socios y ha de dar –no puede dejar de hacerlo– una respuesta clara a Turquía. William Pfaff, nuestro consejero americano, acaba de publicar en el Herald Tribune unas consideraciones oportunas sobre esta última cuestión. Las dudas sobre la admisión de Turquía como país miembro fuerzan a la UE a enfrentarse con el problema de su identidad. Una Europa de 25 miembros será distinta de la Europa a seis de los años cincuenta. Pero, como ha advertido el presidente de la Convención Europea, Valéry Giscard d’Estaing, la inclusión de Turquía en el conjunto de la UE haría hoy saltar por los aires el proyecto.
Europa no es, desde luego, un club cristiano. Pero ha necesitado siglos de elaboración hasta llegar a una idea moderna de su identidad: sus desiguales componentes –pensamiento griego, derecho romano, cristianismo, renacimiento, siglo de las luces, revolución, industrialismo, liberalismo…– han acabado por formar, recuerda Pfaff, este conjunto fundado en unos valores difíciles de sustituir: derechos humanos, componentes democráticos, Estado de derecho, libertad de iniciativa económica en un marco de solidaridad, papel cambiante del Estado, entendido sobre todo como árbitro.
Turquía pertenece a una gran civilización, diferente de la europea. Por eso Giscard ha rendido un servicio a Europa al obligarle a una definición: geográfica, pero sobre todo cultural y política. Europa puede ser una asociación de naciones, cada vez más estrecha, o una formación supranacional. Creemos que…