En los últimos dos años, hemos vivido una situación global de muerte colectiva, no solo marcada por la sobremortalidad, sino también por la manera en que hemos tenido que despedir a nuestros difuntos. Las restricciones sanitarias limitaron las ceremonias fúnebres, muchos duelos familiares quedaron suspendidos, los servicios funerarios rozaron el colapso y determinadas ritualidades funerarias tuvieron que ser reemplazadas de la noche al día. El confinamiento social y la restricción de la movilidad supuso también la interrupción inmediata del traslado post mortem entre países, que constituye la práctica funeraria más importante para el colectivo musulmán europeo.
En países como Francia, Alemania o Países Bajos, se calcula que entre el 75% y el 90% de los difuntos musulmanes acaban siendo repatriados. Una parte importante de las familias musulmanas europeas tienen contratadas coberturas de seguros para cubrir los gastos derivados de la repatriación en caso de defunción. En el contexto de unas comunidades musulmanas plenamente incorporadas en las sociedades europeas, la prevalencia de la repatriación se explica como la expresión de un deseo de reconstrucción genealógica con respecto de un origen, de reconciliación individual con respecto a unos vínculos familiares que, al mismo tiempo, se convierte en expresión de las pertenencias identitarias. No puede afirmarse que la repatriación sea la consecuencia de una ausencia de parcelas reservadas en cementerios públicos: en Francia y Alemania existen unas 200 en cada país, en Países Bajos unas 80, y 24 solo en la región del Gran Londres. A esta lista hay que añadir también una quincena de cementerios musulmanes privados repartidos por toda Europa.
En otros países (como es el caso de España, que dispone de un escaso número de parcelas reservadas), la interrupción de las repatriaciones ha supuesto tener que desarrollar alternativas urgentes para poder inhumar dignamente a los difuntos musulmanes. Los representantes musulmanes incrementaron sus demandas a las autoridades, reclamando una solución a la falta de estos espacios.
Con la perspectiva de la situación vivida, y una vez que se han vuelto a abrir las fronteras y se retoman las repatriaciones (que, sin duda, seguirá siendo una tendencia que se mantendrá en un futuro inmediato), vale la pena realizar un breve balance de las prácticas funerarias de musulmanes en Europa y en España.
La repatriación como ritual funerario
La pandemia reveló a las sociedades europeas la trascendencia de este fenómeno de movilidad fúnebre. La interrupción del traslado internacional de cadáveres (Marruecos cerró sus fronteras aéreas en marzo de 2020) afectó directamente a la repatriación como ritualidad funeraria que se lleva a cabo en una dimensión transnacional. Y como tal, la repatriación supone un proceso complejo en el que confluyen toda una serie de elementos a considerar. En primer lugar, el traslado internacional de cadáveres implica conectar dos sistemas de gestión funeraria, puesto que más allá del estricto cumplimiento de la normativa internacional (Acuerdo de Berlín de 1937, actualizado por el Acuerdo de Estrasburgo de 1973, en vigor en España desde 1992), la repatriación supone también implicar dos formas diferentes de comprender la muerte y el tratamiento del cuerpo del difunto. Segundo, la repatriación y todo aquello que le acompaña –desde la toma de decisión (como última voluntad del difunto/a o, en caso de que esta no fuera expresada, la que fuera asumida por la familia o el colectivo al que pertenecía), el cuidado y la atención ritualizada del cuerpo, su acompañamiento durante el viaje y la inhumación final–, implica una tensión esencial entre una lógica familiar-comunitaria y una lógica legal-empresarial. Tercero, la decisión de repatriar se encuentra inserta en la dimensión de las pertenencias, pues decidir dónde uno quiere ser inhumado supone dar testimonio (¿quizá por última vez?) de una adhesión identitaria concreta. Cuarto, la repatriación incorpora también una dimensión relacionada con la experiencia del duelo, puesto que el lapso temporal que media entre la defunción, el traslado y la inhumación, nos permite hablar de duelos diferidos, experimentados por aquellos familiares y allegados que se encuentran en uno u otro territorio. Y, la última cuestión, pero no menos importante, tiene que ver con la apropiación comunitaria de los difuntos –tanto en la atención de su cuerpo como también respecto de su recuerdo–, que actúa como un mecanismo de refuerzo de un sentir colectivo, del que son muy conscientes las estructuras asociativas, así como las instituciones consulares de los países de origen, que se muestran especialmente atentas para intervenir en estos traslados, facilitando el retorno de los difuntos a su tierra natal.
Es imprescindible resolver la ausencia de espacios para que los musulmanes españoles puedan recibir una inhumación digna
La autogestión funeraria comunitaria
Cada sociedad, de acuerdo con su cultura funeraria, ha elaborado una definición canónica de lo que se entiende por “buena muerte”. Ese ideal, no siempre conseguido, define la manera en que se debe proceder en relación con el cuidado del difunto y de sus familiares más próximos. Y en este sentido, el lugar en que debe reposar el cuerpo del difunto también forma parte de este ideal. La expresión “morir lejos de casa” supone afirmar que una mala forma de morir es aquella que se produce lejos del lugar al que, primariamente, se pertenece. De ahí los esfuerzos destinados a poder “recuperar” el cuerpo de los difuntos que desaparecieron lejos. La movilidad post mortem, pues, se entiende como una forma de reparación del otro infortunio que agrava aún más la tragedia de la muerte: el hecho de morir alejado de parientes y amigos.
Durante las últimas décadas, los colectivos musulmanes europeos han ido convirtiendo la atención de sus difuntos en norma comunitaria, puesto que su infortunada desaparición ya no es considerada como algo excepcional, sino como constante demográfica. Ello ha supuesto el desarrollo de un principio de autogestión funeraria comunitaria, que no solo debía activar la solidaridad colectiva siguiendo una lógica familiar o grupal, sino que también implicaba tener que tratar con otros dos ámbitos que se basaban en una lógica más institucional y burocrática: por un lado, negociando con empresas de seguros o de servicios funerarios para llevar a cabo todas las acciones requeridas en el tratamiento del cadáver. Y, por otro, contando con la intervención de las respectivas instancias consulares de los países de origen que se encargan de la tramitación administrativa de los permisos necesarios para el traslado internacional de difuntos.
El desarrollo de estas iniciativas implica a diversos actores dentro y fuera del ámbito comunitario, lo que incorpora un componente de complejidad para concertar los diferentes esfuerzos que son articulados. Los primeros implicados, sin duda, son los familiares. El hecho de que, en un contexto migratorio, estas estructuras familiares se hayan desplegado de forma incompleta, ha supuesto que, en ausencia de familiares directos (o contando solo con la familia nuclear), el colectivo haya asumido una mayor responsabilidad en la activación de estas iniciativas de atención al difunto. Es el colectivo –fundamentalmente a través de aquellas instituciones que dan forma a esta dimensión comunitaria, como serían asociaciones o mezquitas–, el que toma decisiones en relación con cómo disponer del cuerpo del difunto, cómo atenderlo de acuerdo con los principios islámicos, cómo prepararlo de acuerdo con el destino final elegido, o cómo recoger las aportaciones económicas solidarias entre los miembros del colectivo para sufragar los gastos derivados de todo este proceso.
Estas cuestiones vienen a expresar una idea de “apropiación colectiva” del difunto, que se demuestra ante las reticencias a dejar en manos extrañas la atención y cuidado de su cuerpo, lo que contrasta claramente con el proceso de delegación a unas empresas especializadas, tal como parece que hemos asumido en el conjunto de las sociedades europeas.
La ausencia de parcelas islámicas
El cierre de fronteras ha afectado a la repatriación preferente en todos los países europeos. Pero en muchos de ellos, a diferencia de España, se ha podido resolver de una manera relativamente cómoda al disponer de parcelas en cementerios públicos o privados. Con el advenimiento de la pandemia, la Comisión Islámica de España (CIE) elaboró un informe interno en abril de 2020 en el que analizaba la situación de los distintos recintos para la inhumación musulmana en cementerios municipales, añadiendo los únicos dos cementerios privados abiertos en España (Fuengirola en Málaga y Chiva en Valencia). Tal informe indica que los musulmanes residentes en España tan solo disponen de 35 cementerios en todo el país, incluidos Ceuta y Melilla, de los cuales, tres se encuentran en el límite de su capacidad y no pueden recibir más difuntos, siete solo admiten a difuntos empadronados en un municipio de la provincia donde se ubica el cementerio, y otros siete admiten a difuntos de fuera de su provincia. En su informe demográfico anual (http://observatorio.hispanomuslim.es/), la CIE insiste desde hace tiempo en la escasez y reducida capacidad de estos espacios, y de que todavía hay cinco comunidades autónomas que carecen de parcelas para entierros musulmanes (Asturias, Cantabria, Castilla-La Mancha, Extremadura y Galicia).
La escasa dotación de parcelas reservadas en cementerios municipales era paliada hasta la fecha por la repatriación preferente de los difuntos a sus regiones de origen. En el momento en que se cierran las fronteras para evitar la propagación del coronavirus, se pone en evidencia la ausencia de estos espacios cementeriales. Y debido a ello, se tienen que llevar acciones de carácter urgente, incluso adoptando en ocasiones la conciencia de estar dando una “respuesta humanitaria” a estos difuntos.
Un primer balance de lo sucedido nos lleva a dos conclusiones muy claras. Por un lado, se puede afirmar que el encaje de la diversidad cultural y religiosa en los cementerios y servicios funerarios todavía está lejos de estar normalizado en España. En la práctica todavía siguen existiendo evidentes déficit en este sentido. Y ello a pesar de la existencia de un marco legal que claramente garantiza los derechos de los ciudadanos para poder ser enterrado según sus convicciones (de acuerdo con el principio de libertad religiosa presente en la Constitución española, y explicitado en la ley de entierros en cementerios municipales de 1978), que reconoce el derecho a disponer de una reserva en los cementerios municipales para la realización de inhumaciones judías y musulmanas (según los Acuerdos de Cooperación firmados en 1992 con representantes de estas dos confesiones), que en los últimos años se han editado guías de recomendaciones al servicio de los municipios (por parte de la Fundación Pluralismo y Convivencia del Ministerio de Justicia, y de la Generalitat de Cataluña), y que la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) se haya implicado activamente respecto a esta cuestión.
Y, por otro, es evidente que las administraciones públicas no han estado atentas al desarrollo de estas reservas en el interior de un espacio público que contempla un servicio público como es el cementerio (es decir, orientado al conjunto de la ciudadanía, y teniendo que adaptarse a las transformaciones que se observan en la misma), sabiendo además que existía un mandato legal en este sentido.
Pero si hay que ser ecuánime, también es importante interrogar a las comunidades musulmanas que, desde la década de los noventa, dedicaron más esfuerzos a garantizar la repatriación de sus difuntos, que a obtener esas parcelas reservadas. Es evidente que, tras la pandemia, esta situación se ha invertido, lo que ha obligado a los municipios a buscar alternativas urgentes para una inhumación digna de sus conciudadanos musulmanes. Se han desarrollado acciones concretas, entre municipios y comunidades musulmanas, para conseguir corregir esta situación, poner hilo a la aguja, y empezar a dar respuesta a estas necesidades. Porque lo que hay que tener claro es que, a pesar de que la repatriación siga siendo la opción preferente, es imprescindible resolver la injustificable ausencia de espacios habilitados para que los musulmanes españoles puedan recibir una inhumación digna, de acuerdo con sus creencias y convicciones.
La urgencia –se dice– no es buena consejera, y lo cierto es que las inhumaciones de difuntos musulmanes que se han producido en España durante la pandemia, han tenido tres escenarios: ser inhumado en cementerios musulmanes ya existentes, a pesar de residir en regiones distantes; ser inhumado en sepulturas situadas en cementerios municipales sin constituir con ello un recinto propiamente musulmán, o bien optar –en un caso único y específico– por ser inhumado en un cementerio privado que fue creado poco antes de la pandemia. Este último caso, ante el hecho de ofrecer una serie de condiciones muy singulares (como la adquisición de tumbas individuales a perpetuidad) que no pueden ofrecer los cementerios públicos por normativa y por motivos de espacio, ha pasado a ser considerado el modelo de referencia en las negociaciones entre municipios y comunidades musulmanas. En este contexto, muchas de ellas han optado por adoptar una posición maximalista en sus reivindicaciones, en parte comprensibles ante la situación a la que se ha llegado, pero que en ocasiones no tienen en cuenta los marcos normativos existentes y las dinámicas que son propias del ámbito de los servicios funerarios.
El panorama que se abre a partir de ahora debería tender a garantizar la atención funeraria plural, en términos de igualdad, respeto y dignidad. Y para ello, toda acción deberá tener en cuenta, primero, que los cementerios y los servicios funerarios en Europa están condicionados por cuatro factores concretos (secularización, individualización, industrialización y pluralidad), que son resultado de las transformaciones sociales ante la muerte. En segundo lugar, que las normativas vigentes en materia de servicios funerarios deben de adecuarse a las nuevas necesidades funerarias de la sociedad (en el caso de España, urge una actualización del reglamento de policía mortuoria de 1974). Y tercero, como forma de salir de la retórica de las recomendaciones que sugieren algunas guías oficiales y pasar a las acciones concretas, habrá que recurrir a un principio de acomodo razonable, que plantee la combinación de la adecuación de los marcos legales que rigen las prácticas funerarias, con la adaptación de los principios doctrinales que definen las atenciones a los difuntos de las especificidades religiosas y humanistas. Ni se puede afirmar la aplicación de un marco jurídico que es deudor de una determinada forma de entender la muerte y las ritualidades funerarias, ni tampoco pueden desarrollarse prácticas que contradigan otros principios existentes y que dan sentido a los servicios funerarios. La situación de pospandemia hacia la que estamos progresando va a exigir un doble principio de concertación y responsabilidad por parte de los actores públicos y comunitarios, y entender que los cementerios y servicios funerarios se han convertido ya en los nuevos escenarios de reivindicación de la libertad de creencias y convicciones./