La guerra en Ucrania constituye un punto de inflexión en las relaciones internacionales. Como la confrontación más sangrienta en Europa desde la Segunda Guerra Mundial –en un territorio en el centro de la masa continental euroasiática, “la isla del mundo”, en la expresión de Halford Mackinder– y sin un final a la vista, ha devuelto los horrores de la guerra a un continente que muchos pensaban que los había dejado atrás.
Tanto por representar una clara violación del Derecho Internacional y de principios básicos como el de la no intervención consagrados en la Carta de las Naciones Unidas como por los sufrimientos humanitarios que ha traído consigo, la invasión rusa de Ucrania ha sido condenada por vastos sectores de la comunidad internacional. Ha generado un fuerte consenso en el interior de la OTAN y los países occidentales, poniendo fin a las divisiones en la Alianza Atlántica durante la administración de Donald Trump. Esto se ha traducido en grandes flujos de ayuda militar y económica a Ucrania, que le han permitido resistir la ofensiva rusa durante los primeros ocho meses del conflicto.
Joe Biden ha planteado que la guerra en Ucrania expresa lo que sería la principal escisión en el sistema internacional; esto es, aquel entre democracias y autocracias, algo que ha encontrado eco en varios países europeos. Dada la larga tradición de compromiso con el Derecho Internacional y el principio de no intervención existente en América Latina, con una abrumadora mayoría de regímenes democráticos, uno habría esperado una reacción en la región similar a la ocurrida en Europa. Sin embargo, no ha sido el caso. Si bien numerosos países latinoamericanos se sumaron al voto de condena de la invasión rusa en la Asamblea General de la ONU, nueve de ellos se abstuvieron y tres votaron en contra en una resolución…