Cualquier política inmigratoria unilateral es disfuncional y está condenada al fracaso. La realidad de los flujos migratorios globales exige crear un sistema predecible, transparente, adaptable a cada país y cada momento, en el que participen gobiernos, sindicatos y ONG.
En Enterrad las cadenas, emocionante descripción de la lucha que puso fin al comercio de esclavos por parte de Inglaterra, Adam Hochschild se refiere al negocio del azúcar procedente del Caribe como el “oro negro de nuestros días”. Las plantaciones de las Indias Occidentales no solo contribuían de forma notable a la riqueza del Imperio Británico, sino que a menudo constituían un mecanismo de ascenso social y político para las clases acomodadas del país. No es extraño que los intereses del sector azucarero fuesen uno de los principales obstáculos en el camino de los abolicionistas. “El encarecimiento de la mano de obra en las plantaciones minaría de forma irreversible nuestra competitividad, poniendo el mercado en manos de franceses y holandeses”.
Cuando en 1838 cerca de 80.000 hombres, mujeres y niños de raza negra fueron declarados libres, Inglaterra ejerció algo más que una obligación ética: asumió un riesgo económico y político.
Con diferentes trasfondos y protagonistas, el argumento se podría repetir al describir cualquier avance de la humanidad en el campo de la justicia social. El sufragio de las mujeres, la creación del movimiento sindical, el fin de la segregación racial o el establecimiento de sistemas universales de seguridad social; todos fueron procesos donde la certeza ética impulsó el coraje y la imaginación política.
La movilidad internacional de los trabajadores no es una excepción. A pesar de que algunos responsables políticos y económicos comparten los argumentos éticos que justificarían un sistema migratorio más abierto, no hay un número crítico de individuos dispuestos a desplegar el coraje y la…