En 1998, en un encuentro en Bruselas con varios funcionarios españoles que, cohibidos, íbamos a hablarle de asuntos europeos, el príncipe Felipe rompió así el hielo: “Tranquilos, que yo también soy empleado público”.
Aquella certera frase me vino a la cabeza cuando, siendo todavía presidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), reflexioné sobre la naturaleza de ciertos organismos administrativos, como el Banco de España o la CNMV, a los que el legislador les otorgó una significativa autonomía respecto al gobierno. Concluí que la Corona, lejos de ser una institución caduca cuyo éxito en España ha sido el fruto coyuntural del buen hacer y simpatía de don Juan Carlos, puede concebirse como una Autoridad Política Independiente (API) que se asemeja a otra innovación tan joven como la monarquía constitucional: las Autoridades Administrativas Independientes (AAI).
La Corona y las AAI comparten dos características fundamentales. Primera: son instituciones políticamente neutras o apartidistas, sujetas a la Constitución y a las leyes, pero no a órdenes o instrucciones del gobierno. Segunda: su legitimidad democrática no es directa –nacida del sufragio popular–, sino indirecta –basada en las normas que, emanadas de la soberanía popular, las han creado–, lo que no es aceptado por quienes identifican legitimidad democrática con refrendo directo en las urnas. Por eso, al igual que los republicanos exigen el carácter electivo del jefe del Estado y rechazan la monarquía, incluso parlamentaria, los “gubernamentales” consideran una “anomalía democrática” que haya autoridades administrativas autónomas.
Fue Benjamin Constant quien, admirador de la monarquía inglesa, defendió a comienzos del siglo XIX la racionalidad política de la monarquía parlamentaria. Su concepción puede resumirse así:
No existe más fuente de soberanía que la que emana del pueblo. En un Estado democrático no cabe contraponer un “principio democrático” a un “principio monárquico”. La Corona no tiene más…