La integración europea constituye una dimensión clave en los proyectos independentistas que actualmente impulsan los gobiernos de Escocia y Cataluña. Por un lado, actúa a favor de esos procesos, dado que la posibilidad de que los hipotéticos nuevos Estados nazcan como miembros de la Unión Europea reduce tanto los elementos más antipáticos de la secesión como las “deseconomías” de escala inherentes a ser muy pequeño en un mundo tan interdependiente. Pero, por otro, y en la medida que esa adhesión pueda resultar muy difícil, el efecto animador que tendría Europa en el secesionismo se transforma rápida y paradójicamente en uno de sus principales frenos.
El factor europeo introduce complejidad en un debate que no se puede reducir a discernir entre los que, por adscripción identitaria, no dudan en preferir la ruptura con Reino Unido o España y los convencidos de que desean seguir unidos. En sociedades sofisticadas como la escocesa y la catalana –con fuerte sentimiento nacional propio, pero también conciencia del riesgo que supone deteriorar la buena conexión de la que hoy disfrutan con la globalización– existe un segmento muy amplio e influyente de su población que solo estaría dispuesto a aceptar la creación de un nuevo Estado si eso mejora o, al menos, no deteriora las actuales cotas de prosperidad y seguridad. En ese sentido, es mucha la incertidumbre que provoca la posibilidad de quedar al margen del mercado interior (en el caso catalán también del euro), de las diversas políticas comunes y todos los demás intangibles políticos asociados a la pertenencia. De ahí que partidarios de la independencia tengan tanto interés en demostrar que la pertenencia europea está casi garantizada, incluso de forma automática; mientras sus detractores subrayan justo lo contrario: será muy complicada y tal vez imposible.
Por tanto, saber hasta qué punto será posible readherirse…