Las negociaciones entre Barack Obama y Raúl Castro en 2014 parecieron abrir una nueva era en la política exterior cubana. Todo indicaba que uno de los objetivos codiciados desde hacía tiempo por la diplomacia castrista, el fin del embargo, estaba mucho más cerca de concretarse que nunca antes. El diálogo cubano-estadounidense, secreto primero, no tan secreto después, mostró que con determinación política se podían resolver algunas cuestiones de fondo, muchas convertidas durante décadas en temas centrales de la vida cotidiana de los cubanos. Sin embargo, las grandes expectativas duraron poco tiempo y la dura realidad se impuso en uno y otro campo.
Desde el mismo momento de su implantación, la idea del “bloqueo”, versión isleña del embargo impulsado por Estados Unidos, dominó el discurso antiimperialista oficial. La conclusión era inmediata. Si Cuba no podía encontrarse con su destino, si Cuba no podía desarrollar todas sus potencialidades, se debía fundamentalmente a la maldad intrínseca de Washington, decidido a toda costa no solo a eliminar físicamente a Fidel Castro, sino también a acabar de una vez y para siempre con el experimento socialista que tenía lugar a pocos kilómetros de Florida.
En la nueva coyuntura, iniciada a partir de la determinación de Obama y de Raúl Castro, la negociación con el departamento de Estado tenía un límite claro, la negativa del Congreso de EEUU, dominado en ambas Cámaras por los republicanos, a levantar el embargo. En este punto la diplomacia cubana cometió un error garrafal al no dar los pasos necesarios para impulsar aquellas reformas políticas y económicas clave para que Obama tuviera los argumentos suficientes si se decidía a acudir al Congreso para levantar el embargo.
En su determinación por hacer las cosas de una cierta manera, las autoridades cubanas partían de un doble supuesto. El levantamiento de las medidas en…