El 11 de septiembre comenzó a escribirse otra historia de la humanidad. El atentado terrorista golpeó el corazón mismo de Estados Unidos en los símbolos de su poderío económico y militar, el World Trade Center y el Pentágono. Washington está desde entonces en pie de guerra contra un enemigo que no es claramente identificable y sin fronteras visibles, que expuso la vulnerabilidad de la primera potencia.
El terrorismo se ha globalizado, como la economía. Una ofensiva terrorista como ésta no se improvisa: requiere una estructura internacional, una larga planificación, importantes recursos materiales y, sobre todo, uno o más países “anfitriones”. Estamos ante una multinacional del terrorismo que sólo desde santuarios protegidos por fronteras “inviolables” puede planificar y preparar, prácticamente sin molestias ni interferencias, operaciones terroristas y reclutar y entrenar a futuros autores. La conclusión salta a la vista: sólo erradicando los santuarios podría luchar, con alguna posibilidad de éxito, contra un terrorismo cruel e inhumano que desconoce fronteras y hace caso omiso de las reglas más elementales de la civilización. Sólo haciendo pagar un alto precio a los protectores que albergan e incluso incitan a los terroristas, podrá acabarse con esos santuarios.
Lo que amenaza constituirse en el flagelo del siglo XXI sólo puede erradicarse mediante el esfuerzo conjunto del mundo civilizado y Oriente Próximo es en este momento el foco en el que deben converger sus esfuerzos. Una represalia aislada, poco o nada contribuirá a resolver las cosas, salvo que sea parte de una acción concertada y permanente, en la que participen activamente los europeos y el resto de los países democráticos, que incluya las máximas sanciones internacionales contra quienes siguen ofreciendo albergue a grupos terroristas por razones políticas o religiosas. Los países que dan protección al terrorismo no deben seguir disfrutando de ambos mundos.
Visto desde Oriente Próximo,…