La paz como camino a la guerra
“Su error fue solo el del niño pequeño que jugaba con un lobo creyendo que era una oveja, un perdonable error zoológico que se demostró fatídico para él…”.
Duff Cooper, en un apunte de principios de 1939 sobre su antiguo jefe, el primer ministro británico Neville Chamberlain (1937-1940)
Desde el 24 de febrero, el mismo día en que Rusia invadió a Ucrania, comenzaron a circular en círculos académicos y periodísticos toda una ristra de analogías históricas para tratar de explicar una guerra que nadie previó; al menos, fuera de los círculos esotéricos que estudian las excéntricas teorías políticas del imperialismo ruso –Illín, Dugin, Gumilev…– y que Vladímir Putin parece haberse tomado siempre muy en serio.
En los años treinta del siglo pasado, en Londres o en París, tampoco muchos creyeron que un panfleto antisemita, escrito en una prisión bávara en 1926 por un excabo del ejército alemán devenido en demagogo de cervecería, se convertiría en el programa de gobierno del Tercer Reich. Las primeras traducciones al inglés y francés de Mein Kampf solían ser versiones expurgadas de los pasajes más brutales, que nadie, por otra parte, pareció tomarse muy en serio. Ni siquiera los más directamente amenazados: los judíos alemanes.
Todo ello explica que en estos días la analogía más recurrida sea la estrategia de “apaciguamiento” (appeasement) que el primer ministro británico, Neville Chamberlain, concibió mientras pescaba truchas en Dorset para enfrentar la amenaza de los regímenes de Adolf Hitler y Benito Mussolini.
A excepción de Silvio Berlusconi o Gerhard Schröder, hoy nadie en Occidente quiere repetir el claudicante pacifismo que condujo a la humillación del Acuerdo de Múnich en 1938 y aumentó la voracidad del lobo. “Herr Hitler”, como siempre le llamó Chamberlain, creyó que ni británicos ni franceses se volverían a interponer en sus planes. A uno de sus generales, Wilhem Keitel, le comentó que había podido “oler el miedo” de Chamberlain y su homólogo francés, Edouard Daladier, en el Führerbau, el palacio en el que ambos le entregaron las llaves de Praga.
La voracidad del oso
Llevados por esos paralelismos, muchos en Washington y Bruselas creen que negociar con Putin le alentará a devorar Moldavia, Lituania o Kazajistán. Los cuatro oblasts del este de Ucrania solo serán los entremeses de su reconquista del antiguo espacio imperial ruso y soviético.
Otra analogía histórica recuerda que, durante la crisis de los misiles de 1962, John F. Kennedy leyó una y otra vez The Guns of August, la electrizante recreación de Barbara Tuchman de la cadena de trágicos sucesos y malentendidos que condujo a la Gran Guerra y que ese año ganó el Pulitzer. El libro fue su brújula en los tensos 13 días en los que el mundo estuvo al borde del Armagedón.
Estas analogías son especialmente tentadoras –y útiles– en tiempos inciertos y ambiguos, en los que todos buscan certezas y patrones constantes en el pasado que ayuden a resolver dilemas apremiantes. Tim Bouverie lo logra en Apaciguar a Hitler. Chamberlain, Churchill y el camino a la guerra, que describe con lucidez y trazo firme los años de indecisión y fracasos diplomáticos que propiciaron el dominio nazi de Europa.
Su estilo narrativo es similar al de Rise and Fall of the Third Reich (1960), el clásico de William Shirer sobre el ascenso nazi, que presenció como corresponsal en Berlín de The New York Herald Tribune y al que Bouverie cita varias veces. El texto abarca desde el nombramiento de Hitler como canciller en 1933 a la retirada de Dunquerque en mayo de 1940, el último clavo en el ataúd del appeasement.
Paralelismos peligrosos
El problema es que las analogías pueden ser tan útiles como peligrosas. Si se eligen las equivocadas, o si se extraen de ellas lecciones incorrectas, los errores pueden ser trágicos o irreparables. Durante la guerra de Vietnam, Lyndon Johnson recurría a Múnich para justificar su apoyo a Saigón contra Hanoi y el Vietkong, y George W. Bush lo hacía para respaldar su antagonismo hacia Sadam Hussein antes de la invasión de Irak en 2003.
Mykhailo Podolyak, asesor de Volodímir Zelenski, insiste en que Rusia debe desnazificarse como Alemania en la posguerra, un proceso que espera que conduzca a la desintegración de la Federación Rusa en cinco o seis nuevos países. A polacos y bálticos la analogía de Munich les es especialmente útil. Kaja Kallas, primera ministra de Estonia, por ejemplo, dice en las entrevistas que concede que Tallin, Riga y Vilna venían advirtiendo desde la anexión rusa de Crimea en 2014 que las sanciones débiles azuzarían la agresividad del oso ruso. Proporcionalmente, Estonia y Letonia han suministrado más ayuda militar a Ucrania que cualquier otro país.
Según Kristi Raik, director del Instituto Estonio de Política Exterior, la amenaza que suponía el revanchismo imperialista ruso ya se había hecho evidente en 1999, cuando, como primer ministro, Putin impuso la Pax Russica a sangre y fuego en la segunda guerra de Chechenia. Hace poco, en el palacio del Belvedere de Varsovia, el presidente Andrzej Duda dijo que la resistencia ucraniana le recordaba la batalla de 1920 en la que el ejército polaco del mariscal Józef Pilsudski detuvo el avance del Ejército Rojo hacia el oeste. Pero, en su momento, los líderes europeos occidentales creyeron que el recuerdo traumático de la ocupación soviética distorsionaba la visión de polacos y bálticos.
Una vez más, Londres y París, los únicos miembros permanentes europeos del Consejo de Seguridad de la ONU, no extrajeron las lecciones de las largas crisis de los años treinta –Abisinia, Albania, España, el Ruhr, Austria, los Sudetes…– que pulverizaron el prestigio y la utilidad de la Liga de las Naciones. En 1938, los alemanes solo tenían tres divisiones blindadas y munición para una campaña de seis semanas.
La variable nuclear
Algunos paralelismos son indudables. El statu quo anterior a 1989 no se va a restablecer en plazos previsibles. Max Hastings, por ejemplo, cree que el “obsesivo resentimiento” de Putin y su disposición a asumir riesgos le va a llevar a cometer cada vez más atrocidades para cumplir sus “fantasías paneslavas”, y que la posibilidad de errores catastróficos es hoy tan grande como en 1914 y 1962.
Como en el siniestro Berlín que describe Erik Larson en In the Garden of Beasts (2012), en Rusia desaparecen oligarcas envenenados o suicidados en circunstancias misteriosas mientras un autócrata denuncia conspiraciones para convertir a Rusia en una colonia de un Occidente que ha abrazado el “satanismo”.
Pero las diferencias son tan notorias como las similitudes. El contrato social de la Rusia de Putin se basa en una cierta prosperidad económica a cambio de apatía y pasividad políticas, lo que tiene poco que ver con la fanática militancia y el culto mesiánico que sostuvo al III Reich hasta mayo de 1945. Henry Kissinger subraya, por ejemplo, la importancia de mantener las puertas abiertas a todos, lo que nada tiene que ver con filias o fobias personales. La sola posibilidad de un enfrentamiento nuclear introduce, señala, una “alteración histórica radical”. Por otra parte, si el ruido de sables nuclear del Kremlin logra sus objetivos geopolíticos, la ONU correrá la misma suerte que Liga de las Naciones.
Si Moscú invade a sus vecinos, comete crímenes de guerra y traza fronteras internacionales arbitraria e impunemente, China lo volverá a hacer en Taiwán, Pyongyang en Corea del Sur o Teherán en Siria y Líbano. Pero un desenlace como el de 1945 tampoco es una opción viable. El arsenal nuclear ruso es un hecho incontrovertible y un factor irreversible.
Cocodrilos y gatitos
Según Bouverie, el mayor error de Londres fue no percibir el carácter criminal del régimen nazi, aunque sus rasgos represivos ya habían quedado en evidencia mucho antes de Múnich. El 13 de abril de 1933 en la Cámara de los Comunes, sir Austen Chamberlain, medio hermano de Neville, dijo que el nazismo era “una versión bárbara y racista del imperialismo prusiano”.
Bouverie señala como atenuante que el deseo de evitar una nueva conflagración mundial fue quizá el deseo más universal y comprensible de la historia. La Gran Guerra se cobró más de 16,5 millones de vidas. El osario de Douaumont contiene los restos de unos 130.000 soldados franceses y alemanes, la sexta parte de los que murieron en la batalla de Verdún.
Pero las ansias de Chamberlain de conectar con el “lado humano” de los dictadores fue contraproducente para sus propios planes. Tuvo al mal ante sus propios ojos en Berghof, Berchtesgaden, Bad Godesberg y Múnich, pero no lo vio. “Creo que Herr Hitler fue sincero conmigo cuando me dijo que no quería la guerra, a menos que me haya engañado totalmente…”, anotó en su diario.
No fue el único al que engañó. A su regreso a Londres tras la conferencia de Múnich, Jorge VI invitó a Chamberlain a salir balcón del palacio de Buckingham para recibir la ovación de la multitud que cantaba el Rule Britannia en el Mall. En su momento, la BBC, la Iglesia anglicana, la City londinense, la cámara de los lores y la familia real fueron fervientes partidarios del appeasement, que según lord Hugh Cecil equivalió a “acariciar la cabeza de un cocodrilo con la pretensión de hacerlo ronronear como un gatito”.