En la calle Al Hamra de Beirut ya no se oyen las conversaciones de las terrazas de los cafés ni se forman alegres corrillos de gente. El sonido de los generadores eléctricos que alivian los frecuentes cortes de luz ha silenciado la banda sonora de la arteria neurálgica de la ciudad. Líbano se hunde en la miseria de una de las tres peores crisis del mundo desde mediados del siglo XIX, según el Banco Mundial. La lira libanesa ha perdido el 90% de su valor desde 2019. La mitad de la población vive bajo el umbral de la pobreza, tres cuartas partes de los libaneses no alcanzan a comprar suficiente comida, más del 30% de la infancia se acuesta cada día hambrienta, y el abandono escolar es cada vez más frecuente, según Unicef.
La peor parte se la lleva el millón y medio de refugiados sirios, un 12% de la población. La inflación en los alimentos básicos ha relegado a muchas familias libanesas a arroz y lentejas. El clásico shawarma ha pasado de 5.000 a 20.000 liras en menos de dos años. La tradicional clase media libanesa está desapareciendo y solo resiste el 10% de la población que tiene acceso a divisas extranjeras.
En plena pandemia, los libaneses han sido abandonados por su clase política y por la comunidad internacional. Tras la dimisión del primer ministro Hassan Diab a raíz de la explosión en el puerto de Beirut el 4 de agosto de 2020, la dinastía política de los Hariri se ha mostrado incapaz de formar gobierno tras nueve meses de intentos infructuosos. La cleptocracia, manifiesta en las suculentas cuentas en el extranjero de los líderes políticos (actualmente el régimen de sanciones de la Unión Europea y Estados Unidos solo afecta a Hezbolá y a Gebran Bassil, yerno del presidente Michel Aoun, del Movimiento Patriótico Libre), ha conseguido disuadir a la comunidad internacional de ayudar a Líbano. La última conferencia internacional consiguió recaudar menos de 300 millones de dólares, una cantidad irrisoria frente a una deuda pública de 93.000 millones de dólares, la tercera mayor deuda por PIB del mundo.
Un año después de la trágica explosión de 2.750 toneladas de nitrato de amonio almacenadas en malas condiciones en el puerto de Beirut, que provocó más de 200 muertos y millares de víctimas, la comunidad internacional volverá a ser interpelada para ayudar a Líbano, bajo los auspicios del presidente francés, Emmanuel Macron. Tanto instituciones financieras internacionales como el resto de los países potencialmente donantes condicionan los rescates a la celebración de elecciones, previstas para 2022, y a una reforma política, bloqueada por una ley electoral que perpetúa en el poder a unas élites políticas corruptas. El colapso del ejército ha sido evitado solo mediante la ayuda de emergencia de EEUU, preocupado por las consecuencias de tal situación en un país tan vulnerable interna y regionalmente como Líbano.
Las farmacias cierran, las gasolineras carecen de combustible, los bancos de liquidez. Las redes sociales transmiten llamadas desesperadas de enfermos crónicos que no logran medicación indispensable. El riesgo de cortes eléctricos y la falta de medicación se añaden a los estragos de la pandemia. Los que se han echado a la calle para protestar contra la incapacidad de la justicia para imputar a los responsables de la explosión del puerto han sido reprimidos con dureza. La aclamada resiliencia de los libaneses se está poniendo a prueba demasiado temerariamente. Han pasado por una guerra civil, por crisis económicas severas, y han logrado surfear peligrosamente las enormes contradicciones libanesas. Ahora, sin embargo, la población está al límite. La paradoja libanesa, como la denomina Marwan Bishara, podría no sostenerse mucho más. El país de los contrastes se tambalea, el del sectarismo más agudo que convive con el secularismo, de los ricos ostentosos que pasean sus coches de lujo frente a la pobreza extrema, de los ultraliberales y los ultraconservadores, paradojas del país de los intelectuales donde se puede disfrutar del entretenimiento más vacuo, de la diversidad que sortea día a día la más peligrosa polarización…
Nadie parece escuchar el agudo lamento de los libaneses. Solo ellos y el empecinamiento de los activistas que claman por una renovación política y unos partidos no sectarios, verdaderamente libaneses, arrojan algo de esperanza entre los escombros de un Líbano en caída libre. ¿Hay alguien ahí a quién le importe?