Muchos críticos de la OTAN ponen en tela de juicio la necesidad de que ésta siga existiendo, y entre ellos, algunos de los norteamericanos se preguntan, más concretamente, por qué interesa a los Estados Unidos seguir perteneciendo a la Alianza.
Veamos por un momento cómo era el mundo desde 1945 a 1950. La guerra había arrasado Europa; viejos imperios se desmoronaban; las naciones abrigaban aún viejos rencores y desconfianzas. Eran los tiempos en que Norteamérica se alzaba desde la guerra y asumía –aun siendo reacia a ello– una posición de responsabilidad mundial. El imperativo que se imponía al Oeste era el de volver a definir un orden mundial estable, pero, como siempre ha ocurrido, hubo en Estados Unidos quienes se resistían a ver más allá de nuestros límites territoriales.
Naturalmente, en el Este había otra nueva potencia mundial cuyos intereses y ambiciones y, claro está, su política de dominación mundial no podía cumplirse sin crear inestabilidad donde quiera que fuera posible. La URSS había aprendido que en el ejercicio del poderío militar estaba la clave para conquistar sus objetivos.
La primera prueba se produjo en el este europeo. Estados Unidos, a través de sus representantes diplomáticos, hizo un sincero esfuerzo por satisfacer las demandas que la URSS reivindicaba, pero aprendió rápidamente que la “seguridad” soviética no tenía límites. Ostensiblemente, la idea soviética de su propia seguridad consistía en el trazado de círculos cada vez más amplios hacia el Este y hacia el Oeste, y reivindicar la soberanía rusa sobre franjas cada vez más distantes de las fronteras de la URSS.
Lamentablemente, hoy se tiende a desdibujar las diferencias fundamentales que existen entre el sistema de la Unión Soviética y los Estados occidentales, entre el totalitarismo y la democracia.
Tal es la falsa –y peligrosa– teoría de la “equivalencia moral”, según…