La miseria de la paz
El periodista sueco Stig Dagerman dice en Otoño alemán, sus crónicas desde Alemania en 1946, recién publicadas por la editorial Pepitas de Calabaza, que “mira la realidad de frente, en toda su desnudez”. Este tipo de confesiones deben siempre cogerse con pinzas. ¿Hay alguien que admita que vive en la inopia, que se autoengaña y ve la realidad a través de sus prejuicios o intereses? Todos creemos ver “las cosas como son”. Quizá la manera más honesta de defender la pureza de nuestra mirada es asumir que realmente no es pura, pero que hacemos un esfuerzo activo por no ensuciarla mucho. Es la frase de George Orwell: “Ver lo que uno tiene delante de las narices precisa una lucha constante”.
Dagerman lucha constantemente por ver lo que tiene delante. Sus crónicas desde la Alemania de posguerra, desde los sótanos de Berlín hasta los trenes de Baviera, son descarnadas, realistas y materialistas, incluso cuando el autor se pone lírico. Pero sobre todo son honestas. Al contrario que otros periodistas y autores de la época, a los que critica por su cinismo, el autor no es capaz de justificar lo que presencia. “La miseria alemana es colectiva, mientras que la crueldad alemana, a pesar de todo, no lo fue”.
Es una afirmación ligeramente cuestionable. ¿Puede ser la indiferencia cruel? Sí. Y millones de alemanes durante el nazismo fueron indiferentes. Son los mitlaufer de los que habla Géraldine Schwarz en su célebre libro Los amnésicos: los individuos que siguieron la corriente. Gracias a “una acumulación de pequeñas cegueras y de pequeñas cobardías”, escribe Schwarz, el régimen consiguió imponerse y sobrevivir más de una década. Sin embargo, para Dagerman hay un matiz importante, que cobra especial sentido en la posguerra: “El sufrimiento merecido es igual de duro que el inmerecido, se siente igual en el estómago, en el pecho y en los pies”. El periodista sueco, que a los 23 años, cuando viajó a Alemania, ya gozaba de cierto prestigio literario, se propone en sus crónicas no establecer jerarquías sobre el sufrimiento humano.
Dagerman critica a los periodistas que se pasean por el Berlín en ruinas preguntando a los alemanes, que malviven en sótanos y son capaces de matar por una patata, si vivían mejor con Hitler. ¿Se arrepienten? ¿Se avergüenzan? Dagerman responde con mordacidad: “Si se le pregunta a alguien que se está ahogando si estaba mejor cuando estaba en el muelle, su respuesta será que sí. Si se le pregunta al que pasa hambre y solo tiene dos rebanadas de pan que comer al día si estaba mejor cuando pasaba hambre comiendo cinco rebanadas, sin duda responderá lo mismo”.
«Dagerman critica a los periodistas que se pasean por el Berlín en ruinas preguntando a los alemanes, que malviven en sótanos y son capaces de matar por una patata, si vivían mejor con Hitler»
“Es un chantaje analizar la posición política del hambriento sin analizar al mismo tiempo su hambre”. El autor escucha a los alemanes e intenta comprender su resentimiento: el que hay contra las fuerzas aliadas, el que hay entre bávaros y prusianos –los primeros creen que los segundos son los culpables del nazismo y se niegan a acoger refugiados del Este– o entre la población urbana y la rural. No aplica el molde fijo que usaron muchos aliados para explicar por qué los alemanes se lamentaban de su situación y sentían incluso nostalgia: “El nazismo sigue vivo en Alemania”, como decía un titular de la época que critica Dagerman.
Alemania es en 1946 un Estado fallido, ocupado y sin soberanía, sin apenas infraestructuras ni servicios y con una población que solo piensa en pasar de comer dos a cinco rebanadas de pan al día. Por eso el autor no exige a los alemanes un ejercicio de contrición ni una reflexión muy elaborada sobre su culpa. Sabe que es imposible por el momento: “El hambre no casa bien con ninguna forma de idealismo. El trabajo de reconstrucción ideológica en la Alemania de hoy tiene a sus adversarios más fuertes no en los reaccionarios conscientes, sino en las masas indiferentes que esperan tener la barriga llena para forjarse una opinión política”.
Dagerman cree que el lector del periódico sueco Expressen, donde se publicaron sus crónicas, es alguien perfectamente consciente y conocedor de la crueldad genocida nazi. No tiene la necesidad de recordar constantemente que la miseria de los alemanes es en realidad culpa del nazismo, que fue quien inició la guerra. En 1946, su postura era heterodoxa, al menos entre la opinión pública aliada: los alemanes se merecían lo ocurrido. Hoy en cierto modo lo sigue siendo.
Hay autores que, 70 años después de la guerra, se ponen la tirita antes de la herida al hablar de las injusticias de los aliados durante la guerra y la posguerra. En el ya mencionado Los amnésicos, publicado siete décadas más tarde que Otoño alemán, Schwarz critica que más de 400.000 civiles alemanes murieron como consecuencia de los bombardeos aliados. Pero inmediatamente después, matiza: “Sin embargo, a pesar de que los aliados cometieron crímenes cuya extrema gravedad todavía les cuesta reconocer, sin ninguna duda la responsabilidad principal de esta espiral de violencia corresponde al Reich. Si no hubiera desencadenado la guerra en Europa, Alemania nunca habría padecido ni habría sido desfigurada de esta manera”. ¿Era necesario recordar eso? ¿No son los crímenes nazis algo obvio, casi autoexplicativo, el verdadero fundamento sobre el que descansa la conciencia europea del siglo XX? Dagerman pensaba que no tenía que explicar lo obvio, y menos para justificar algo injustificable. Por eso resulta creíble cuando afirma que “mira la realidad de frente, en toda su desnudez”.