Si con la hábil dirección de su política exterior Mijail Gorbachov no fuera la excepción, extrañísima sería esta crisis del Golfo, el resto de cuyos protagonistas no parecen saber adónde van, cómo llegar y, menos aún, qué orden implantar en sustitución del que destruyen.
Naturalmente, lo primero que suscita interrogaciones es el comportamiento del perturbador. ¿Habrá sido capaz Sadam Husein, a pesar de su fuerte personalidad, de olvidar la geopolítica, en el caso actual la acción política desplegada en su entorno, que en este momento es el escenario internacional? En efecto, si se tiene en cuenta la coyuntura, no se habría podido elegir peor momento para invadir y anexionar Kuwait.
Absorta en sus problemas internos, la Unión Soviética no puede levantarse frente a las acciones de su gran rival, y le habría sido más prudente a Sadam esperar la vuelta a la bipolaridad. Porque en este año de 1990, sin tener que temer, por primera vez desde el final de la II Guerra Mundial, la oposición del Kremlin, los Estados Unidos se saben libres para intervenir militarmente en el exterior. No ignoran los lazos que unen a la Unión Soviética y a Irak ni el Tratado que los oficializa, pero estiman justificadamente que el atractivo de Occidente –y de sus reglas de buena conducta– la harán pasar sobre los vínculos del pasado, los de la era brezhneviana. Así que en Bagdad habrían tenido que prever que los Estados Unidos, único país que hoy puede practicar una política exterior apoyada por la fuerza, explotarían todos los pretextos para alcanzar un antiguo objetivo: controlar, aunque sea indirectamente, la zona estratégica que constituye el golfo Pérsico. Era, pues, previsible que, exaltados por una libertad de acción que durante tanto tiempo se les disputó, los Estados Unidos, campeones del derecho, se levantarían contra el…