América Latina lleva una década pagando las consecuencias de dos fenómenos simultáneos: el desgaste del modelo privatizador y aperturista que inauguró Chile, y la polarización, fragmentación, autoritarismo y desprecio por los procesos democráticos que ha alimentado el populismo. De la boyante y esperanzadora década de 2000, cuando el continente vio incrementar sus reservas fiscales y gozó, para bien y para mal, de un protagonismo internacional que no se recordaba desde los años sesenta, pasamos a una década en la que las expectativas tuvieron que moderarse. Con las arcas llenas, todos los proyectos políticos –el brasileño de Luiz Inácio Lula da Silva, el chileno de la Concertación y hasta el venezolano de Hugo Chávez– disfrutaron de popularidad y vigor. Pero bastó que se acabara el boom de las materias primas para que América Latina perdiera su brillo internacional y todos los países quedaran expuestos a los problemas de siempre: la debilidad institucional, la corrupción y la frustración, con un añadido nuevo y nocivo: la pérdida generalizada de credibilidad y protagonismo por parte de los partidos tradicionales.
Este giro brutal llevó a América Latina de la ilusión al desencanto en solo 10 años, y se sintetiza en una imagen. Si en 2007 y 2009 el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, buscaba la cercanía de Lula y le daba muestras de afecto –“I love this guy”–, además de afirmar que el brasileño era el político más popular del mundo, en sus memorias de 2020 matizaba por completo su entusiasmo con una sentencia fulminante: sí, Lula podía irradiar un hechizo cautivador y manejar con éxito la economía, pero también, añadía Obama, se rumoreaba “que tenía los escrúpulos de un jefe del Tammany Hall”, una manera no muy discreta de señalar su inclinación al clientelismo y la corrupción.
Del prestigio al descrédito, de la…